Vivimos en un mundo en que las categorías de análisis caducan a alta velocidad. Conceptos como posmodernismo, que parecían haber llegado para perdurar hoy casi no dicen nada. Los científicos sociales han demostrado estar a la altura de ese vértigo, pero en el terreno de lo literario puede sentirse con más intensidad lo que significa habitar una realidad que es aún más opaca que impredecible. Las últimas novelas de John Berger son a la vez un síntoma y un rumbo posible para ese desconcierto.
Berger siempre escribió libros extraños, ya desde G.
, su primera novela conocida en castellano, en la que las cronologías eran sometidas a una distorsión que permitía echar una luz diferente sobre la historia de un descendiente de Garibaldi. Su anteúltimo texto de ficción, sin renunciar a intentar caminos a contramano, mostraba cierta resignación ante lo que vivía como una imposibilidad de construir mundos nuevos.
King , una historia de la calle, escrita en 1999, narra las peripecias de un grupo de homeless desde la perspectiva de un perro, en cuya mirada sobre ellos no había mucho más que piedad. También entonces trató de borrar la idea de autor; su nombre no aparece en la tapa junto al título de la novela. Como sea, se trata de un texto anodino que no puede evitar caer en la fábula, que por momentos resulta demasiado bienpensante y en la que el mundo de los marginales exhibe una sensibilidad de la que carecería el resto de la sociedad. Demasiado lugar común en alguien poco dispuesto a dejarse fascinar por lo evidente.
De alguien tan talentoso como Berger podría esperarse algo mejor que esa condescendencia con el universo de los pobres. Algo de eso persiste en su siguiente novela, aparecida el año pasado en la Argentina, De A para X .
Una historia en cartas . En un momento se lee: “Se tortura a las palabras hasta que ceden y se rinden a sus polos opuestos: cuando vuelven a sus celdas, Democracia, Libertad y Progreso son incoherentes. Y hay otras palabras, Imperialismo, Capitalismo y Esclavitud que tienen negada la entrada, que son rechazadas en todos los puestos fronterizos, y cuya documentación, confiscada, es entregada a ciertos impostores, como Globalización, Mercado Libre y Orden Natural.
Solución: el lenguaje nocturno de los pobres. Con éste se pueden contar y defender algunas verdades.” La lista es reveladora. Ciertas categorías sociopolíticas han sido reemplazadas por lenguajes entre sociológicos y periodísticos, cuando no directamente publicitarios: Globalización, Mercado Libre… ¿En qué universo lingüístico-político moverse, entonces? Pregunta casi imprescindible para un escritor que, además, ha hecho profesión de fe marxista. Al leer los últimos textos de Berger y considerar sus elecciones políticas, la cuestión se complica aún más. Ha intercambiado cartas con el subcomandante Marcos –tal como se cuenta pormenorizadamente en Fotocopias –, a quien alude de manera indirecta en su última novela, y donde, además, elogia explícitamente a Evo Morales y a Hugo Chávez.
“El marxismo es un ideal que ha sido traicionado en tantas ocasiones. Pero eso no implica que el marxismo esté superado. Al contrario: creo que, en efecto, aún puede aportar muchas y muy buenas soluciones a los problemas actuales”, respondió Berger en un reportaje que le hicieron en 1999. Una constatación compartida por no pocos intelectuales: las concreciones políticas que había imaginado el marxismo se habían derrumbado y éste dejaba de ser una praxis para convertirse en una herramienta de análisis.
La necesidad de recuperar la praxis estético-política lleva a Berger por un camino que eligieron muchos: el reemplazo de la ortodoxia marxista –aún en su multiplicidad de versiones– por una posición en el mundo más laxa, que podríamos llamar progresismo.
La opción permite seguir en la lucha a la vez que elige como aliados posibles muchas expresiones y realidades políticas que el marxismo de ayer hubiera cuestionado o directamente execrado. Desde la perspectiva de los grupos izquierdistas de los setenta, alguien como Chávez sería un bonapartista; hoy marca rumbos posibles al socialismo. Lo que antes era una táctica –las alianzas de corto plazo– pasó a ser estrategia, la de insertarse en un campo político-cultural indefinido sobre cuyo futuro se sabe poco aunque se está allí cerca con la esperanza (o el temor) de no perder la brújula que hoy permite suponer que se va en el buen camino.
También ciertas categorías estrictas del marxismo, como la de clase social, fueron cambiadas por perspectivas más difusas: la marginalidad, los sectores del trabajo, los pobres, grupos que, por definición, no pueden formular o sostener un proyecto político propio –como ocurría, al menos desde la teoría, con la burguesía y el proletariado.
Sectores que no estarían en condiciones concretas de ponerse a la cabeza de las reivindicaciones del resto de la sociedad.
En algunos casos, ese tono impreciso implica alguna forma de resignación. El tema Años , de Pablo Milanés –autor de las letras más directas de los integrantes de la Trova Cubana– es emblemático en ese sentido, cuando reza “A todo dices que sí, a nada digo que no, para poder construir la tremenda armonía que pone viejos los corazones.” Se podrá argumentar que la canción habla del amor. No es tan seguro. En todo caso está construida sobre los opuestos lucha-resignación.
De eso se ocupó Berger alguna vez, cuando la revolución pasaba a ser un sueño eterno. Dice en “Los dos Colmar” –el ensayo incluido en su recopilación Mirar – frente a un cuadro que ha contemplado por primera vez cuando estaba habitado por la esperanza de un mundo mejor. Diez años después, escribe: “En un período de esperanza revolucionaria, vi una obra de arte que había sobrevivido y era una prueba de la desesperación del pasado; en una época que ha de ser sobrellevada como se pueda, veo que la misma obra nos ofrece un paso a través de la desesperación”.
En su última novela, aunque la lucidez no sea constante (tal vez porque hoy es un estado del ánimo que resulta prácticamente insoportable), Berger construye un texto desesperado que nunca se deja desesperar. No es un juego de palabras. La trama da una pista. Son las cartas de una mujer a su pareja que está condenado a cadena perpetua y al que no puede visitar pues no están legalmente casados. Son como viñetas siempre plácidas y nunca conformistas que tratan, sin la menor ingenuidad ni sentimentalismos, de dibujarle al hombre en la cárcel el devenir de un mundo que para él ha quedado detenido. La realidad que arman las cartas –que no están en orden cronológico, del que seguramente también carece la experiencia de un preso– tiene la forma de ese rompecabezas que para armarse ya no dispone del manual de instrucciones del marxismo. Y las piezas se encajan como se puede y casi nunca en el lugar previsto.
Tenemos expresiones locales de este dilema en que se mueve Berger pero da la impresión de que han entregado el fervor de la desesperación a cambio de la tranquilidad provisoria de la esperanza. De allí a la resignación del pensamiento hay sólo un paso que se ha dado en más de un caso. Cambiar el marxismo por el progresismo es una alternativa que no puede elegirse sin admitir una cuota importante de desconcierto. Como dice Berger al final de su libro: “En la precariedad reside nuestra fuerza”. La certeza, hoy tan frecuente en nuestros nuevos progresistas, es la forma más fácil y menos promisoria de la debilidad.
martes, 30 de noviembre de 2010
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