sábado, 26 de mayo de 2007

tonta tipología de la tristeza

Me parece que la tristeza no es de una sola manera ni produce el mismo efecto cuando se combina con otros estados de ánimo. Para empezar por algún lado, hablemos de la tristeza ante la pérdida de algo o alguien que se tuvo plenamente. Lo primero es la desolación, la sensación de que el horizonte se ha borrado para siempre porque el tiempo se ha parado, se ha quedado allí para marcar una vida a la que no le queda otra que repetirse en el pesar. Sin embargo, si lo que se pierde antes se ha poseído, en algún lugar se sabe que la memoria va a poner en marcha alguna forma de equilibrio, que el pasado va a llegar para infiltrar el futuro, que los recuerdos se van a suavizar y de a poco lo perdido se va instalando de nuestro lado.
Hay una tristeza más irreparable, de la que habla la última película de Jim Jarmusch. La pérdida de aquello que nos damos cuenta que no hemos tenido del todo. En la película se cuenta la historia de un hombre (Bill Murray) que se entera que tiene un hijo del que nunca se había enterado. Buscarlo es recorrer ese mundo que pudo haber sido, para mejor o peor, un tiempo pasado que acusa al presente por ser lo que es. De esta tristeza es casi imposible volver y sólo queda arrasarla con lo que sea –alcohol y otras formas químicas o embrutecedoras del olvido-, sin saber si hay una salida posible. Esta tristeza es siempre irregular, tropieza consigo misma y sabe que si vive sola será eterna. Por eso tiende a mezclarse con otros estados de ánimo, el más común es la desesperación, el cambio de velocidad llevado a lo insoportable, pero que tiene la ventaja de darnos la sensación de que seguimos vivos y de que la pena no nos aplasta del todo.

jueves, 24 de mayo de 2007

Primera parte

Una noche con Anthony Braxton

Todo extraño, muy raro. Empecemos por el reloj de arena que coloca sobre el escenario. De entrada uno sabe que eso va a durar un tiempo determinado, aunque no se sepa cuánto. Y que dado que en realidad todo es un fluir permanente no habrá bises. La música no se queda atrás en cuanto a extrañezas. Disonancias, momentos de lirismo, se pasa de un estado a otro sin que parezca haber la menor continuidad, el trompetista cambia su instrumento a cada rato y no deja de tomar agua. A diferencia de lo que ocurre con –llamésmolo así- el free jazz, ese tocar para sí mismo, esas rupturas no producen irritación y la gente se queda aún sabiendo que eso no va a cambiar. Tampoco creo que sea una música para disfrutar, más allá de lo bien que toca Braxton y la chica de la guitarra. Hace un par de semanas, en una mesa sobre Sarmiento en la Feria del Libro y mientras me aburría (a veces aburrirme me inspira) pensaba en la pregunta obvia que se le hacía a la mesa: “¿Hay que leer Facundo en el secundario?” Otro se hizo cargo de la pregunta, por suerte, y pensé entonces que hemos perdido la capacidad de encontrar placer en lo que no entendemos del todo, ¿por qué no entonces animarse a Facundo con quince años, aunque no entendamos casi nada? ¿Sólo hay placer cuando se cree entender? Lo de Braxton fue eso. Había cierto placer en estar allí sin saber del todo que estábamos oyendo. Y por suerte no me tocó hacer la reseña y no tengo que explicar nada. Pero volvamos a este mundo donde todo se explica, o donde se cree que las palabras tienen el poder de explicarlo todo. Por ahí pasa tal vez alguna respuesta por el rechazo a la música instrumental. Desde el jazz a la música clásica (hoy tienen más lugar los tenores y la ópera que una sinfonía para no hablar de la música de cámara). Ni siquiera subsisten esas porquerías como Percy Faith o Fausto Pappeti. Hay que decir algo, sea lo que sea, aunque sea aserejé o sino absurdidades como “las caderas no mienten”. Propuse en Ñ una columna que sea llamara “postulados de la cadera falluta”, pero no me tomaron en serio. Pero hablando humorísticamente en serio, cómo sabés que esa caderita no te está mandando fruta…

¿Continuará?

domingo, 20 de mayo de 2007

Los dibujos

Ilustraciones: Comparto el entusiasmo de Daniel Paz por Jethro Tull. Aparte el puede decir de una lo que uno no se permite. Por las dudas, va el texto que acompaña el dibujo: "Cuando se haga la lista de la gente que ayudó a que el mundo sea más lindo, tiene que estar Jethro Tull." . El otro no necesita que diga nada. !Grande Greenpeace!


miércoles, 2 de mayo de 2007

Sobre Monk y Coltrane

En la foto del booklet están los tres tan quietos y distraídos como si no se dieran cuenta de que alguien los está retratando. Y ninguno de los tres –de izquierda a derecha Thelonius Monk, su esposa Nellie y John Coltrane- mira en dirección al mismo lugar. En realidad, salvo la dama Monk que parece hallarse allí para que la imagen termine por resultar equilibrada, los otros dos están pensando en otra cosa. Monk en las formas definitivas de su música, el saxofonista en qué sacará allí para su futuro. Ha habido muchos encuentros cumbre en la historia del jazz –incluso algunos imaginados como estrategia comercial- pero es difícil encontrar alguno tan intenso y tan destinado a separar caminos como el de los nueve meses del año 1957 en que Coltrane formó parte del cuarteto de Monk. El resultado fue un disco en estudio y otro grabado en el boliche Five Spots y al que las deficiencias del sonido convierten en prácticamente inaudible. O al menos eso se suponía hasta que el investigador Larry Appelbaum se topó con una serie de masters sin clasificar en la Biblioteca del Congreso en uno de los cuales se hallaba registrada la presentación del cuarteto en el Carnegie Hall de New York. Y en un tiempo de abuso de bonus tracks y tomas alternativas, el valor de la hora y algo que recoge el CD muestra algo nuevo y diferente ocurrido hace unos cincuenta años. Tan nuevo que ni siquiera pudo transformarse en leyenda de un hecho sucedido y del que sólo quedarían recuerdos y rastros borrosos. Eran tiempos de revoluciones en la música y en la política. En poco menos de diez años de existencia, el bebop no había agotado nada de su fuerza, pero ya empezaban a aparecer nuevas zonas de experimentación como la que comandaba Miles Davis. El movimiento por los derechos civiles de los negros iba ganando espacio pero también mostrando facetas más radicales como desarrollaban las Panteras de Malcolm X. A la vez, se iban estableciendo las bases para lo que se llamó en la década siguiente el retorno a África al que Monk y Coltrane darían respuestas diferentes. Para el pianista, ya el nombre Thelonius era lo suficientemente extravagante como para buscar un apelativo de origen africano, según declaró alguna vez, mientras que para Coltrane la indagación se limitaría a lo musical pero sería de una intensidad que lo llevaría a la desesperación. Tampoco coincidieron en las respuestas políticas. Coltrane compuso una serie de temas vinculados con la situación de los negros –entre los más acojonantes se hallan Alabama (usado por Spike Lee para su biografía de Malcolm X) y Lonnie´s Lament- , pero Monk nunca pareció prestarle demasiada atención al asunto.
Y la diferencia final tiene que ver con su posición de artistas: si Monk es Picasso, el hombre al que las cosas se le presentan y que arma todo su universo a partir de una cantidad de recursos limitados –tan pocos que muchos se equivocan y lo consideran como un pianista de técnica cuestionable-, Coltrane tiene parecidos con Rodin, aquel que sólo encuentra inspiración cuando lucha contra su material, cuando la piedra o las notas se le resisten. Son célebres sus esfuerzos por arrancarle más acordes a su instrumento, las pruebas con el saxo soprano, la forma en que limaba las lengüetas para obtener sonidos inesperados.
Pese a todo lo que los separa, al escuchar estas grabaciones –algunas de las cuales cortan el aliento como ocurre con Monk’s mood, el primero de los temas- se siente un parentesco que tiene que ver con una disposición que Coltrane perdería muy pronto y que Monk acentuaría hasta el chiste final de decidir dejar de tocar: el humor. Por supuesto, un humor que se percibe hoy pero que pasó inadvertido para la audiencia para la cual por entonces la idea de la existencia de la música negra era un tema serio. Tocando algunos temas a la vieja usanza, con mucho arpegio, Monk induce a Coltrane a pensar. Sus enseñanzas livianas, sobre todo la de que hay varios caminos para una misma idea pero que cada camino es una idea distinta contrastan con las de Miles Davis (en cuyo quinteto había tocado Coltrane) para quien había una sola idea posible; esa exigencia que hace a la belleza de ciertos poetas, hay una única manera de nombrar las cosas en la que las cosas son verdaderas. Sólo la liviandad de Monk podía contrarrestar las exigencias de la poesía de Miles. Por otra parte, el trompetista decía que era imposible tocar con Monk porque no se sabía para qué lado saldría disparado.
Por todo esto, aunque es un disco de Monk –es el autor de todos los temas, salvo el standard Sweet and lovely y es suya la dirección general en que fluye la música- puede escucharse también como una etapa fundamental en la formación de las ideas de Coltrane que, como sucede cuando los grandes se juntan por azar o por destino, aparecen cuando los opuestos encuentran su punto perfecto de coincidencia.

Thelonius Monk Quartet with John Coltrane at Carnegie Hall

Blue Note

Cosas viejas II

Esto salió en la revista Cuadernos de Jazz.
LOS BUFONES DEL JAZZ

En la foto emblemática del bebop Dizzy Gillespie suele aparecer como el Ringo Starr de la nueva movida –con su típica boina francesa y haciendo alguna morisqueta-, junto a Charlie Parker, Monk y Miles Davis. Es que el hecho de haber sido el gracioso del grupo ha ido erosionando el poder de su música y su capacidad de pervivir en el tiempo. ¿Cuántas versiones se pueden escuchar hoy de A night in Tunisia o de Manteca, por nombrar sólo algunas de sus composiciones más conocidas? Cuentan las leyendas nacidas al borde de la calle 52, que Gillespie usó su humor y su predisposición a la payasada en escena para hacer más popular un estilo nacido para perdurar sólo entre una élite. La explicación se extiende a otros músicos que rescataron una flexión de la tradición negra: la celebración, el ánimo de fiesta. A Gillespie se pueden sumar, antes y después, a Louis Armstrong, Cab Calloway, Roland Kirk, el Art Ensemble de Chicago, Sun Ra, Lester Bowie, The Dirty Dozen Brass Band y, por momentos, a Pharoa Sanders.
De todos modos, aunque se acepten las “razones de mercado”–que parecen haber tenido cierta eficacia real si se considera el éxito que alcanzaron algunos de estos músicos, incluso muchas veces más allá de las fronteras del público jazzero- seguir las formas de su humor y los derroteros de su carrera puede servir para entender que esas actitudes estaban íntimamente vinculadas con una exploración.
Hay un gesto no demasiado habitual en Dizzy que es la blasfemia. Una de las muestras es Salt Peanuts, compuesto junto a Kenny Clarke y construído sobre I’got rythm de Gershwin, tema al que se sobreimprime el cántico típico de una cancha de béisbol. El gesto es contemporáneo a una película de los Hermanos Marx que repite de algún modo la escena. En Una noche en la ópera, cuando está por comenzar la ejecución de Il Trovatore, Groucho recorre el hall del teatro ofreciendo banderines y gorras. Para reforzar el efecto, desde el podio de la orquesta, Chico y Harpo cambian las partituras y lo que termina sonando es una marcha deportiva. El espacio “culto” de la ópera es invadido por aquello que se supone más bajo. Este humor que deteriora lo sagrado es el mismo que recorre esta perversión de Gershwin y también la conversión de Swing low,sweet Charriot, un célebre spiritual, en Swing low, sweet cadillac.
Recuperar este espíritu, que es el del circo, –que de algún modo retomará más adelante y de forma más plena Roland Kirk- es una forma del engaño hacia el poder. Si efectivamente Dizzy hacía pasos de comedia marxianos (como anunciar que va a presentar a los músicos y hacer que se saluden entre sí) era para que su audiencia no se diera cuenta de que lo que estaban escuchando pertenecía a un registro más complejo, o sea que el clown es un buen disfraz para ponerse a la hora de la pelea. Lo mismo que ocurrió cuando decidió vestirse con todos sus souvenirs de viaje- una bata de baño francesa, una toalla del Sheraton de Londres, unos anteojos comprados en Italia, una boquilla egipcia- para meterse en una pileta de lujo en la que se suponía que no debían nadar los negros. O como cuando al volver de unos recitales en Africa, se hizo pasar en Nueva York por el embajador de un país ficticio ayudado por un traje típico mientras sus músicos, de saco oscuro y anteojos negros, hacían las veces de guardaespaldas.


El ancho mundo del pop
Puede que este recurso haya sido aprendido por Dizzy en su paso por la
orquesta de Cab Calloway, otro devoto de mezclar la música con el humor. Para entender dónde estaba parado Calloway no basta con saber que sus músicos se tiraban cosas mientras él interpretaba baladas sino recordar su interpretación de The man in the mountain o la notable versión de Saint James Infirmary que acompañaba algunos de los cartoons de Betty Boop. Es que lo que el humor pone en evidencia es una relación conflictiva del jazz con la cultura popular. Si por un lado, Coltrane podía convertir a una melodía tan mainstream como My favorite things en una especie de zona de investigación y escuchar las versiones pop de Bye, bye Blackbird demuestra que Miles Davis estaba haciendo otra cosa, los que podrían llamarse los “bufones del jazz” navegaban en aguas más barrosas.
De hecho, los orígenes del jazz son oscuros en más de un sentido. Y el espíritu de New Orleans mezcla lo festivo y lo religioso. El cruce que emprende Gillespie con Sweet low, sweet cadillac, entonces, es interior y se queda un límite entre fronteras. Lo mismo ocurre cuando crea el afrocuban jazz. Los ritmos que allí se fusionan no pierden su identidad mientras están asistiendo al nacimiento de algo nuevo que no lo es tanto. Lo cubano y el jazz remiten a un origen en común, pero también a historias que recorren caminos diferentes. Y Gillespie prefiere mantener una suerte de estado en tiempo presente, pues su actitud ante los “retornos a Africa” y la adopción de nombres musulmanes siempre fue desconfiada. Para él, como cuenta en sus memorias, los rebautizos son una forma de perder negritud.


El blues de la risa
En aquellos cartoons de Betty Boop también participaba Louis Armstrong. Y se puede decir que de manera más “comprometida” que Calloway. De hecho, en uno de ellos, titulado I´ll be glad when you dead, you rascal you –cuyo grado de explicitación sexual dejaba chica a la caricatura de Richard Fleischer, tan perseguida por la censura[1]- , su cara se transforma en un dibujo animado, en un guerrero africano que persigue a los amigos de Betty sin poder alcanzarlos. La cercanía de Satchmo con la cultura popular es la más directa que haya tenido cualquier jazzman. Baste recordar su participación en Cinco monedas en la fuente, o su interpretación de Hello, Dolly o This wonderful world. Esto le valió no pocas críticas, parecía algo así como un negro domesticado, que aceptaba sin reparos su lugar subalterno. Armstrong no desconocía este lugar social, pero a su manera luchaba contra él. Y la zona de pelea era la cultura popular. Ahí se retratan las contradicciones de una forma de hacer música que nunca terminó de ser aceptada en su país. El humor es la zona de conflicto. En su crítica a los discos que grabó con Ella Fitzgerald, The Penguin guide to jazz on CD argumenta cierta incomodidad de Armstrong con la elegancia de Ella, acostumbrado como estaba al despliegue desaforado de Vilma Medleton. Basta ver algunos videos para comprobar cómo funcionaban los más de 150 kilos de Vilma arrástrandose literalmente por el escenario ante las carcajadas de Armstrong y de sus compañeros. La risa es una constante en Satchmo y su sonrisa un ícono. Puede adivinársela en esas grabaciones con Ella, colocando la ironía necesaria –que para él era un gesto natural- cuando interpreta las letras melosas y harto transitadas de Cheek to cheek o Tenderly.
Así dividía su vida musical, la ironía, que a veces llega al sarcasmo, en territorio extraño, la risa en el propio. Basta escuchar sus Conciertos de California para encontrarse ante un coro de carcajadas que no parece cesar nunca y que se hace más pleno cuando entra en polémica con el bebop y en especial con Dizzy Gillespie (al que elige explícitamente como su contendiente) en el tema The whiffenpoof song. La dedicatoria a “Dizzy Gillespie and all the boys of the bebop factory” es una muestra de sutileza. En medio de una canción al más puro estilo Dixieland, Satchmo introduce el scat “Bah, bah, bebop”. Luego harían las paces y las imágenes de algún video perdido muestran a Armstrong con fingido rostro de asombro ante un tour de force de Gillespie.
No es casual que Lester Bowie ensayara su trompeta con la ventana de su casa en St. Louis abierta, con la secreta esperanza de que por allí pasara Louis Armstrong y lo escuchara. Hay muchos puntos de contacto en el sentido de humor que ambos desplegaron en su música. Dejando de lado los disfraces de cocinero o albañil con que Bowie se presentaba en público –tanto junto al Art Ensemble de Chicago como en sus actuaciones solistas-, su tratamiento del pop es de una ironía no siempre fácil de llevar a buen puerto: dejando en pie la belleza, o mejor aún, haciéndola posible. En ese sentido, es emblemática su versión de The great pretender. Los casi diecisiete minutos que le dedica a este éxito de Los Plateros demuestra el mecanismo usado por Bowie-no siempre con éxito, es cierto, Avant pop, con temas de Michael Jackson o Willie Nelson es un disco fallido- para romper la frontera del standard. Por un lado se trata de deconstruir desde la farsa, del otro de llevar la melodía a un derrotero imprevisto. Lo satírico está en los cantantes que exageran la letra ya de por sí imposible de The great pretender, el resto es la experiencia vanguardista adquirida por Bowie en el Art Ensemble de Chicago. Es en este punto en el que justifica su calificación por varios críticos como el anti-Wynton Marsalis. La tradición está fuera del tiempo. O, para decirlo de otro modo, se conjuga en tiempo presente haciendo convivir escuelas y tendencias en un mismo rango. Esta decisión es también parte del efecto humorístico que produce Bowie. Una parade al más puro estilo New Orleans vive en el mismo tema con el reggae y el bop. Como muestra de esto valga su composición Come back, Jamaica, incluida en su disco I only have eyes four you, casualmente otro título de la gran maquinaria pop norteamericana. Su último disco es una puesta en evidencia de este proyecto, ya desde la manera de nombrar aquello que hace: The Odissey of Funk & Popular Music. En el repertorio está casi todo: de Puccini (es un buen ejercicio comparar la versión de Bowie de Nesum Dorma con la Enrico Rava) a las Spice Girls, desde Madonna al hip hop. Algo de ese espíritu, en clave aún más explícitamente festiva, puede encontrarse en el trabajo de la Dirty Dozen Brass Band, con quien tocara, y no debe ser casualidad, Dizzy Gillespie.

Una noche en el circo
Entre todos estos bufones, quien más se acomoda -cultural y musicalmente- a esta categoría es Roland Kirk. Factótum de grandes fiestas como la que obligó a cerrar el Ronnie Scott de Londres, luego de que la policía reprimiera un recital donde Kirk repartió silbatos entre el público hasta convertir la sala en una ensordecedora caja de resonancia, este gran admirador de Coltrane llevó aún más lejos la indagatoria en la cultura popular que sonaba a su alrededor. No sólo se animó a hacer Love me do en los momentos de mayor auge de los Beatles sino que parte de su repertorio parece haberse confeccionado siguiendo la lista de los charts de grandes éxitos. The entertainer, el hit de la película El golpe fue convertido por Kirk en un blues impecable; tropezó con I´ll be seeing you, armó una fiesta bebop con El paso del elefantito y Peter Gunn, naufragó en el kitsch al versionar a Gershwin y Tchaikowski, hizo maravillas con The creole love call de Ellington.
Kirk es, en definitiva, un caso poco claro, porque constantemente oscila entre hacer propias las composiciones ajenas y dejarlas libradas a su suerte. Un buen ejemplo de esto es su disco Volunteered slavery, grabado en vivo entre 1968 y 1969 y que da, entre otras cosas, muestras de su raro humor, al anunciar un tema diciendo que se perdió y se quedó ciego con las luces. Pero todo el trabajo puede escucharse con un work in progress: citas de Hey Jude en su propio tema Volunteered slavery, una caída estrepitosa en Mon Cherie Amour, de Stevie Wonder, pese a la notable ejecución en flauta traversa, un comienzo poco prometedor en I say a little prayer – que Aretha Franklin convirtió en hit- que desemboca en una versión espectacular, y como cierre un conmovedor homenaje a Coltrane.
Roland Kirk terminó por ser víctima de esa falta de identidad que él considero un requisito para la búsqueda de su propia forma de conectar al jazz con la música popular de su tiempo. Y que seguramente dio dos síntomas que lo convirtieron en otro de los grandes subvaluados de esta historia. Por un lado, la orgullosa iconografía que lo suele mostrar soplando tres saxofones – o variantes del intrumento, como el stricht o el manzello- al unísono. La otra, consagrada por él mismo durante la grabación de su disco más exitoso- Natural Black Inventions: Root Strata- transformado en hombre orquesta, un número de circo, capaz de soplar una flauta traversa mientras agita su cuerpo para hacer sonar las panderetas que lleva atadas a piernas y brazos. Los gestos y las palabras de Roland Kirk lo emparentan con la locura, esta vez bajo el disfraz del payaso. Si bien sus contemporáneos fueron generosos con él- baste recordar los encendidos elogios que le dedicó Mingus y la amistad con Coltrane-, la historia le resulta bastante avara. Si bien Kirk fue un compositor bastante abundante, un recorrido actual por su perdurabilidad sólo da como señal una versión de The inflated tear a cargo de Dave Douglas –siempre dispuesto a buscar por todos los desvanes, cuanto más arrumbados mejor. Seguramente Douglas, junto a Don Byron, sea el último de los humoristas. ¿De qué otra manera entender que alguien pretenda ejecutar a Liszt como si fuera jazz o interpretar Goldfinger con toques klezmer? Pero hoy el humor, siendo posmoderno, pasa más por la cita, por cierta seriedad a lo Buster Keaton, que por esa carcajada franca que evoca el escuchar a esos bufones que se ríen hasta del olvido.

[1] La canción fue primero interpretada por Andy Kirk y formaba parte habitual del repertorio de Cab Calloway, quien hizo modificaciones a la letra, un permanente juego de palabras en torno a alguien, el “rascal” del título que traiciona la hospitalidad de su amigo seduciendo a su esposa. Armstrong agrega de su propia cosecha la siguiente estrofa: “You bought my wife a bottle of Coca Cola/ So you could play on her vitrola”.

Cosas viejas

FUTBOL: Esto salió en Clarín, cortado por la mitad: no sé si mejora completo, pero en homenaje a la verdad o algo así..
Una pelota, muchas culturas

Amagó con convertirse en polémica, pero el propio Maradona, invocando su amor por los colores nacionales, logró que nadie se ofendiera porque se puso la camiseta brasilera para filmar una publicidad. Por otra parte, un diario que no es Clarín puso como ícono de su concurso mundialista a un caballero inglés. El hecho de la presencia de los dos principales “enemigos” futboleros de la Argentina en esas publicidades no hace más que reflejar la dificultad para convivir que tienen dos mensajes, el del consumo, por un lado, y el de la supuesta vocación deportiva por otro. Una dificultad que se refleja también en el hecho de que un patadura de aquellos, el francés Eric Cantoná, famoso también por haberse trenzado a patadas de karate con un espectador al final de un partido, se dedique a celebrar un aspecto del fútbol poco realista, el de las piruetas de Ronaldinho y el francés Thierry Henry, que por algo suceden en una cancha muy de vez en cuando.
Estos tres ejemplos muestran la existencia de una batalla: la del juego real –representado por la historia verdadera de Cantoná, que hoy parece manejar la ONG que faltaba, la del “jogo bonito”- y la de la promesa de aquello que se hace simplemente por placer, sin que medien presiones ni dinero. Aquí parece triunfar la utopía. En las publicidades con colores brasileños o ingleses, la realidad es la que termina por imponerse. Una cantidad irresistible de dólares para Maradona, o el hecho de que los ingleses sean los inventores del juego, dos hechos igualmente irrefutables. Esa incompatibilidad, que ya se dio en otros mundiales –vaya como mero ejemplo, una publicidad del 2002 en el que Verón entregaba la camiseta a cambio de una papa frita- hoy se muestra aún más tensa.


Vamos todos juntos
La celebración del Mundial de Alemania encuentra al fútbol en el punto de llegada de un proceso que se viene gestando hace bastante tiempo. Se suele subrayar que se repiten en la cancha ideologías, gestos, actitudes e incluso bajezas que forman parte de otras esferas de la vida. Es más, se dice que “se juega como se vive” y que existe un fútbol de derecha o de izquierda. Más allá de que se acuerde con estas afirmaciones –que suelen venir del ala progresista, identificada básicamente en César Luis Menotti y Jorge Valdano-, se viene dando un movimiento en el que ciertos aspectos de la realidad empiezan a modelarse siguiendo al fútbol, que por otra parte, para bien o para mal, va transformándose paulatinamente en una cultura, es decir algo que excede al juego y que incluye un sistema propio de valores, códigos que definen el límite de lo ético y lo que no lo es, ritos y estrategias para difundirse.
Para poder constituirse como tal, el fútbol, seguramente de la mano de la televisión, pero no hay que descartar evoluciones propias, ha ido incorporando públicos a los que rechazaba históricamente. El primero de todos lo componen las mujeres. Por mucho tiempo las mujeres emblemáticas que participaban del juego eran todo menos femeninas. Una era la “Gorda Matosas”, emblema de Ríver, envuelta en su bandera, gritona, con un bozo excesivo y de vestimenta descuidada. La otra, la Raulito, devota de los colores de Boca, que detestaba su condición de mujer (y por lo tanto la escondía) porque la alejaba de la práctica del fútbol. Hoy, las porristas que acompañan a casi todos los equipos de primera y a algunos de segunda exhiben cuanta turgencia se supone forma parte hoy del ideal de belleza de mujer. Al mismo tiempo, los programas deportivos se solazan con las damas que insultan a jugadores –propios y contrarios- técnicos y dirigentes con una abundancia de recursos lingüísticos que enrojecería a más de un barrabrava.
También los ricos estuvieron –al menos emblemáticamente- excluidos mucho tiempo. Hoy, Mauricio Macri, Fernando Marín y representantes de jugadores mediante, ya fueron incorporados al paisaje del fútbol. Pero sin embargo, pueden estar allí siempre que toleren quedar expuestos a que se les reclame no cumplir con lo que se esperaba de bolsillos holgados como los suyos. Maradona comparó a Macri con el cartonero Báez, y más recientemente, las hinchadas de San Lorenzo, de Racing y de Quilmes, de frustrantes campañas, en vez de recriminar a los jugadores o al director técnico como era costumbre, insultan al presidente, quien se supone no gastó lo necesario para formar un equipo mejor.
Durante mucho tiempo, la izquierda consideró que el fútbol era una variante más o menos espectacular y deportiva del opio de los pueblos –véase la columna de Beatriz Sarlo del 21 de mayo en la revista Viva. Sin embargo, también hay lugar para las reflexiones celebratorias como las de Osvaldo Bayer y Eduardo Galeano, por nombrar sólo a unos pocos izquierdistas reconocidos.
Otras incorporaciones, más políticamente correctas, tendrán que esperar. Las restringidas metáforas sexuales de las hinchadas–que apuntan casi inevitablemente a la parte trasera del contrario- no parecen permitir que haya lugar para los gays, quienes –dentro de una política más amplia de búsquedas legales y sociales de inclusión- han organizado un Mundial propio a celebrarse en la Argentina el año próximo.

Entre el marketing y el aguante
Estas incorporaciones de nuevos públicos sucede por arriba y por debajo de la línea social. Mauricio Macri ha sido pionero en el territorio de la venta de souvenirs que van desde las obvias camisetas a útiles de colegio y ropa interior para la dama y el caballero, todo con colores azul y oro. Pero sus dos últimos avances tienen un matiz diferenciado. Uno es una flotilla de taxis, por ahora con un poco más de veinte móviles que recorren la ciudad identificados con los colores de Boca. Una manera de marcar un territorio, al que apela por otro lado a gobernar. Y recientemente ha anunciado un contrato de su club con el cementerio Parque Iraola, situado en el partido de Berazategui, por el cual quienes así lo deseen pueden ser enterrados en una zona absolutamente identificada con los colores y emblemas de Boca. Cada parcela cuesta entre 4.000 y 15.000 pesos. El hecho, que tiene aristas risueñas puede leerse como una metáfora del marketing, como suele suceder en este territorio, un tanto obvia. La muerte no es frontera para la pasión, por otra parte es mostrar que el poder de Boca no tiene límites y se extiende al más allá. El fútbol ha agrandado el circuito del consumo, que es también una forma de incorporación de sectores de la población. El souvenir –una línea que tratan de imitar otros clubes con bastante menos éxito- permite también entusiasmar a los niños para que definan sus preferencias futboleras vía compra de objetos. Entonces se disputa así no sólo una preferencia por un club u otro sino también un mercado presente y futuro.
La otra incorporación, si puede decirse así, va por abajo. En la primera mitad de los 70, Luis Alberto Spinetta grabó con su grupo Invisible “El anillo del Capitán Beto”, en el que muchos vieron un homenaje al “Beto” Alonso, por entonces gran ídolo en Ríver, una alusión reforzada por la presencia en la consola de la nave espacial “hecha en Haedo” de un banderín rojo y blanco. Para entonces, y por mucho tiempo, que el rock tuviera algo que ver con el fútbol era una rareza y el capitán Beto uno de los tantos caprichos de la mente insondable del Flaco.
“Ir a un show de Los Redondos” –dice Sergio Marchi en su polémico y valiente El rock perdido (2005)-, ya en los 90, no más ni menos que ir a un partido de fútbol. Con los mismos trapos, las mismas luces, los mismos riesgos y, lo peor de todo, con la misma mentalidad cavernaria que hace de la violencia un condimento natural de cualquier tribuna de fútbol.” El pogo, los trapos, el deseo del público de que lo que sucede alrededor sea más importante que lo que viene del escenario –se suele decir que el “verdadero espectáculo está en las tribunas”, sobre todo cuando se habla de la hinchada de Rácing- emparentan a rockeros e hinchas. Y para muchos, las bengalas (las mismas que produjeron la tragedia de Cromañon) son una importación que llegó del fútbol de la mano de la llamada “cultura del aguante”, que consiste sucintamente en la elevación de la pasión a valor único y a la celebración del fanatismo (por una camiseta o por un conjunto de rock) como un sentimiento no sólo comprensible sino también deseable, o en el mejor de los casos pintoresco, como se ocupa de mostrar el programa “El Aguante”, que emite TyC Sports.
Entonces el escenario que rodea a este mundial, que su vez lo resume, es la de una cultura que se va ampliando y extendiendo, en la cual los ricos encuentran una forma de ligarse a su comunidad que en muchas ocasiones es un buen negocio, y los pobres algo que los represente, cuando ya nada parece hacerlo.