miércoles, 2 de mayo de 2007

Cosas viejas

FUTBOL: Esto salió en Clarín, cortado por la mitad: no sé si mejora completo, pero en homenaje a la verdad o algo así..
Una pelota, muchas culturas

Amagó con convertirse en polémica, pero el propio Maradona, invocando su amor por los colores nacionales, logró que nadie se ofendiera porque se puso la camiseta brasilera para filmar una publicidad. Por otra parte, un diario que no es Clarín puso como ícono de su concurso mundialista a un caballero inglés. El hecho de la presencia de los dos principales “enemigos” futboleros de la Argentina en esas publicidades no hace más que reflejar la dificultad para convivir que tienen dos mensajes, el del consumo, por un lado, y el de la supuesta vocación deportiva por otro. Una dificultad que se refleja también en el hecho de que un patadura de aquellos, el francés Eric Cantoná, famoso también por haberse trenzado a patadas de karate con un espectador al final de un partido, se dedique a celebrar un aspecto del fútbol poco realista, el de las piruetas de Ronaldinho y el francés Thierry Henry, que por algo suceden en una cancha muy de vez en cuando.
Estos tres ejemplos muestran la existencia de una batalla: la del juego real –representado por la historia verdadera de Cantoná, que hoy parece manejar la ONG que faltaba, la del “jogo bonito”- y la de la promesa de aquello que se hace simplemente por placer, sin que medien presiones ni dinero. Aquí parece triunfar la utopía. En las publicidades con colores brasileños o ingleses, la realidad es la que termina por imponerse. Una cantidad irresistible de dólares para Maradona, o el hecho de que los ingleses sean los inventores del juego, dos hechos igualmente irrefutables. Esa incompatibilidad, que ya se dio en otros mundiales –vaya como mero ejemplo, una publicidad del 2002 en el que Verón entregaba la camiseta a cambio de una papa frita- hoy se muestra aún más tensa.


Vamos todos juntos
La celebración del Mundial de Alemania encuentra al fútbol en el punto de llegada de un proceso que se viene gestando hace bastante tiempo. Se suele subrayar que se repiten en la cancha ideologías, gestos, actitudes e incluso bajezas que forman parte de otras esferas de la vida. Es más, se dice que “se juega como se vive” y que existe un fútbol de derecha o de izquierda. Más allá de que se acuerde con estas afirmaciones –que suelen venir del ala progresista, identificada básicamente en César Luis Menotti y Jorge Valdano-, se viene dando un movimiento en el que ciertos aspectos de la realidad empiezan a modelarse siguiendo al fútbol, que por otra parte, para bien o para mal, va transformándose paulatinamente en una cultura, es decir algo que excede al juego y que incluye un sistema propio de valores, códigos que definen el límite de lo ético y lo que no lo es, ritos y estrategias para difundirse.
Para poder constituirse como tal, el fútbol, seguramente de la mano de la televisión, pero no hay que descartar evoluciones propias, ha ido incorporando públicos a los que rechazaba históricamente. El primero de todos lo componen las mujeres. Por mucho tiempo las mujeres emblemáticas que participaban del juego eran todo menos femeninas. Una era la “Gorda Matosas”, emblema de Ríver, envuelta en su bandera, gritona, con un bozo excesivo y de vestimenta descuidada. La otra, la Raulito, devota de los colores de Boca, que detestaba su condición de mujer (y por lo tanto la escondía) porque la alejaba de la práctica del fútbol. Hoy, las porristas que acompañan a casi todos los equipos de primera y a algunos de segunda exhiben cuanta turgencia se supone forma parte hoy del ideal de belleza de mujer. Al mismo tiempo, los programas deportivos se solazan con las damas que insultan a jugadores –propios y contrarios- técnicos y dirigentes con una abundancia de recursos lingüísticos que enrojecería a más de un barrabrava.
También los ricos estuvieron –al menos emblemáticamente- excluidos mucho tiempo. Hoy, Mauricio Macri, Fernando Marín y representantes de jugadores mediante, ya fueron incorporados al paisaje del fútbol. Pero sin embargo, pueden estar allí siempre que toleren quedar expuestos a que se les reclame no cumplir con lo que se esperaba de bolsillos holgados como los suyos. Maradona comparó a Macri con el cartonero Báez, y más recientemente, las hinchadas de San Lorenzo, de Racing y de Quilmes, de frustrantes campañas, en vez de recriminar a los jugadores o al director técnico como era costumbre, insultan al presidente, quien se supone no gastó lo necesario para formar un equipo mejor.
Durante mucho tiempo, la izquierda consideró que el fútbol era una variante más o menos espectacular y deportiva del opio de los pueblos –véase la columna de Beatriz Sarlo del 21 de mayo en la revista Viva. Sin embargo, también hay lugar para las reflexiones celebratorias como las de Osvaldo Bayer y Eduardo Galeano, por nombrar sólo a unos pocos izquierdistas reconocidos.
Otras incorporaciones, más políticamente correctas, tendrán que esperar. Las restringidas metáforas sexuales de las hinchadas–que apuntan casi inevitablemente a la parte trasera del contrario- no parecen permitir que haya lugar para los gays, quienes –dentro de una política más amplia de búsquedas legales y sociales de inclusión- han organizado un Mundial propio a celebrarse en la Argentina el año próximo.

Entre el marketing y el aguante
Estas incorporaciones de nuevos públicos sucede por arriba y por debajo de la línea social. Mauricio Macri ha sido pionero en el territorio de la venta de souvenirs que van desde las obvias camisetas a útiles de colegio y ropa interior para la dama y el caballero, todo con colores azul y oro. Pero sus dos últimos avances tienen un matiz diferenciado. Uno es una flotilla de taxis, por ahora con un poco más de veinte móviles que recorren la ciudad identificados con los colores de Boca. Una manera de marcar un territorio, al que apela por otro lado a gobernar. Y recientemente ha anunciado un contrato de su club con el cementerio Parque Iraola, situado en el partido de Berazategui, por el cual quienes así lo deseen pueden ser enterrados en una zona absolutamente identificada con los colores y emblemas de Boca. Cada parcela cuesta entre 4.000 y 15.000 pesos. El hecho, que tiene aristas risueñas puede leerse como una metáfora del marketing, como suele suceder en este territorio, un tanto obvia. La muerte no es frontera para la pasión, por otra parte es mostrar que el poder de Boca no tiene límites y se extiende al más allá. El fútbol ha agrandado el circuito del consumo, que es también una forma de incorporación de sectores de la población. El souvenir –una línea que tratan de imitar otros clubes con bastante menos éxito- permite también entusiasmar a los niños para que definan sus preferencias futboleras vía compra de objetos. Entonces se disputa así no sólo una preferencia por un club u otro sino también un mercado presente y futuro.
La otra incorporación, si puede decirse así, va por abajo. En la primera mitad de los 70, Luis Alberto Spinetta grabó con su grupo Invisible “El anillo del Capitán Beto”, en el que muchos vieron un homenaje al “Beto” Alonso, por entonces gran ídolo en Ríver, una alusión reforzada por la presencia en la consola de la nave espacial “hecha en Haedo” de un banderín rojo y blanco. Para entonces, y por mucho tiempo, que el rock tuviera algo que ver con el fútbol era una rareza y el capitán Beto uno de los tantos caprichos de la mente insondable del Flaco.
“Ir a un show de Los Redondos” –dice Sergio Marchi en su polémico y valiente El rock perdido (2005)-, ya en los 90, no más ni menos que ir a un partido de fútbol. Con los mismos trapos, las mismas luces, los mismos riesgos y, lo peor de todo, con la misma mentalidad cavernaria que hace de la violencia un condimento natural de cualquier tribuna de fútbol.” El pogo, los trapos, el deseo del público de que lo que sucede alrededor sea más importante que lo que viene del escenario –se suele decir que el “verdadero espectáculo está en las tribunas”, sobre todo cuando se habla de la hinchada de Rácing- emparentan a rockeros e hinchas. Y para muchos, las bengalas (las mismas que produjeron la tragedia de Cromañon) son una importación que llegó del fútbol de la mano de la llamada “cultura del aguante”, que consiste sucintamente en la elevación de la pasión a valor único y a la celebración del fanatismo (por una camiseta o por un conjunto de rock) como un sentimiento no sólo comprensible sino también deseable, o en el mejor de los casos pintoresco, como se ocupa de mostrar el programa “El Aguante”, que emite TyC Sports.
Entonces el escenario que rodea a este mundial, que su vez lo resume, es la de una cultura que se va ampliando y extendiendo, en la cual los ricos encuentran una forma de ligarse a su comunidad que en muchas ocasiones es un buen negocio, y los pobres algo que los represente, cuando ya nada parece hacerlo.

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