Me parece que la tristeza no es de una sola manera ni produce el mismo efecto cuando se combina con otros estados de ánimo. Para empezar por algún lado, hablemos de la tristeza ante la pérdida de algo o alguien que se tuvo plenamente. Lo primero es la desolación, la sensación de que el horizonte se ha borrado para siempre porque el tiempo se ha parado, se ha quedado allí para marcar una vida a la que no le queda otra que repetirse en el pesar. Sin embargo, si lo que se pierde antes se ha poseído, en algún lugar se sabe que la memoria va a poner en marcha alguna forma de equilibrio, que el pasado va a llegar para infiltrar el futuro, que los recuerdos se van a suavizar y de a poco lo perdido se va instalando de nuestro lado.
Hay una tristeza más irreparable, de la que habla la última película de Jim Jarmusch. La pérdida de aquello que nos damos cuenta que no hemos tenido del todo. En la película se cuenta la historia de un hombre (Bill Murray) que se entera que tiene un hijo del que nunca se había enterado. Buscarlo es recorrer ese mundo que pudo haber sido, para mejor o peor, un tiempo pasado que acusa al presente por ser lo que es. De esta tristeza es casi imposible volver y sólo queda arrasarla con lo que sea –alcohol y otras formas químicas o embrutecedoras del olvido-, sin saber si hay una salida posible. Esta tristeza es siempre irregular, tropieza consigo misma y sabe que si vive sola será eterna. Por eso tiende a mezclarse con otros estados de ánimo, el más común es la desesperación, el cambio de velocidad llevado a lo insoportable, pero que tiene la ventaja de darnos la sensación de que seguimos vivos y de que la pena no nos aplasta del todo.
sábado, 26 de mayo de 2007
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