sábado, 7 de abril de 2007

rock

Hay una pregunta que los aniversarios de los cincuenta y los cuarenta (versión local) años del rock dejaron de lado. Tal vez porque nadie se cuestiona su propia supervivencia. No hay nada ilegítimo en que el rock cumpla medio siglo y siga concitando públicos y publicaciones. Pero sorprende que haya podido sobreponerse a una serie interminable de males (internos y externos) y seguir gozando de algo parecido a la buena salud.
Uno está en el origen mismo y es su incompatibilidad con la gramática, la sintaxis y el sentido. En Estados Unidos, allá por los 50, las letras de Oopaloopa y Tutti Fruti fueron sometidas a todo tipo de escarnio por ejercicio ilegal de la banalidad. Pero a nivel local, hemos llegado más lejos. No hay manual de expresiones correctas que haya llegado siquiera a imaginarse la expresión “menos mal que nunca la tenga” de Los salieris de Charly, de León Gieco. Se nota que está mal, pero no hay quien pueda explicar dónde reside el error.
Pero, a pesar de esta mala convivencia con la lengua –cuyo mayor ejemplo es acentuar todas las palabras mal, y volvemos a remitir a León- no existe el rock instrumental. ¿Cómo que no? Si uno dice Soft Machine (si es que alguien se acuerda de Soft Machine), enseguida te dicen. “eso es jazz”. ¿Y Zappa? La respuesta llega sin demoras: “Sin Adrian Belew, Zappa es jazz”. ¿Y Tortoise? “Soft Machine al cuadrado”, será una acotación de lo más sensata. Un nacionalista remitirá al caso Alas. Ah, no, que nadie quiera acordarse de la letra de Buenos Aires sólo es piedra no habilita para hacer trampa. Pareciera que el rock está siempre condenado a decir algo, sea lo que sea. Lo que nos lleva al tercer ladrillo en la pared.
Ahí está la cosa. A alguien se le ocurrió que no se podía usar semejante música para cantar cosas como “Love me do” o “No milk today”. Llegó la trascendencia. Cantos contra la Opresión (así en mayúsculas) como The Wall, Peter Gabriel y sus héroes africanos, Sting y sus mujeres con parto natural, las seis esposas de Rick Wakeman y Poe traducido por Alan Parsons. O esos hermosísimos y plácidos paisajes bucólicos de Genesis y de Camel, llenos de princesas, brujos y ninfas en clara anticipación de Harry Potter, héroe progresivo (de rock progresivo) si los hay. Ya no daba para cantar simples canciones de amor. El rock empezó a ser una responsabilidad. De ahí no se vuelve, apenas se retrocede, vaya como ejemplo la diatriba de café con fondo musical que se titula “Señor Cobranza”, a cargo de un comprometido, eso sí, en pijama.
En el medio estuvo el punk que dejó una costumbre destinada a perdurar: la dicción no es cosa de músicos. ¿Para qué cantar y que se entienda lo que decís? ¿Cuántas veces hay que escuchar Fasolita de los Piojos para aproximarse a algo de lo que dice la letra?
Estos son los síntomas internos. Veamos los de afuera. El primero puede llamarse síndrome de la batea confusa. Nadie pudo explicarme nunca porqué Los Auténticos Decadentes son parte del rock. Lo mismo vale para Kapanga. ¿Se imaginan a Spinetta en un videoclip con Johnny Tolengo y Guillermo Nimo? ¿No entran a la batea de tropicales porque son rubios, porque tocan guitarra eléctrica, porque compran en secreto compacts de Peter Hammill? El otro es el síndrome “La música es una sola” y allá vamos, Charly con Palito, Aznar con Borges y Julio Bocca, León con el que venga, Peter Gabriel con cualquier discriminado del planeta y Paul Simon con percusionistas de donde sea. Del casting se ocupa David Byrne ¿Para cuando una tapa de la Rolling con Los Nocheros vestidos como “Sus majestades satánicas”, con el título “Simpatía por la Luz Mala”?
No hay que pasar por alto el síndrome “recital en estadio”. Ahí vamos, horas de cola o comisión para Ticketeck. Llegamos a River, Ferro o Boca. Si vas a la tribuna o la platea no ves nada. Si vas al campo tampoco pero te hacen creer que sí. De escuchar ni hablar. La acústica no es un fenómeno que se dé a la intemperie. Resultado: lo poco que ves, lo ves en un videowall, no entendés lo que cantan y corrés el riesgo de que el pogo te arrastre, cuando no vas con novia reciente y te pide que la cargues sobre los hombros tres horas de recital. Eso sí, no entendiste ni viste nada pero salís chocho de la vida. Estuviste en un acontecimiento, te dicen y después de pasar por todo eso es mejor que te lo creas.
Entre tanto ángel, a Wim Wenders se le escapó un momento de lucidez al criticar a los videoclips porque nos imponen una imagen de un tema musical, algo que antes nos ocupábamos de resolver por nosotros mismos: Lucy, la del cielo con diamantes, tenía la cara (si es que le correspondía alguna) que le quisiéramos poner. Hoy tarareamos Thriller y se nos aparece la versión más normal de Michael Jackson de las últimas dos décadas o descubrimos muy pronto que Charly compuso Asesíname para apretarse a Celeste Cid en video, objetivo loable si los hay. Pero ya no podemos usar esos temas para fantasías privadas, sean necrofílicas o de sexo carnal.
Pese a todo esto, el rock a sus cincuenta años, aún acarreando un par de muertos previsibles y unos cuantos más heroicos (víctimas de accidentes aéreos, sobredosis y algún crimen poco claro), no parece estar en vías de extinción, muy por el contrario. Eso sí, nadie se atrevería a decir que pasa por su mejor momento. Pero, ¿acaso alguien dijo algo semejante alguna vez? ¿Hubo alguna vez una celebración de la coincidencia en el tiempo de grandes momentos creativos? Tal vez algún historiador lo haya dicho a posteriori, pero allí, en el momento mismo en que sucedían las cosas, difícil.
Un fenómeno que tiene alguna explicación posible. Lo mejor ocurrió durante el origen. Nadie compuso tan buenas canciones después de los Beatles. Nadie superó en la guitarra al genio de Jimi Hendrix. Nadie cantó con tanta intensidad como Janis Joplin. Ningún grupo fue tan sólido y coherente como los Rolling Stones. Allí se terminaron los tiempos heroicos. De allí en más no queda más remedio que decaer. Eso han sido todos estos años, decaer y decaer. Sin pausa, sin ritmo, y sabiendo que la decadencia es eterna e irremediable, y que incluso puede llegar a ser placentera. No es que todo tiempo por pasado fue mejor (aunque nadie crea en el lema spinettiano de que “mañana es mejor”), sino que es inalcanzable.
Es en esto que el rock se parece al cristianismo. En la religión todo lo sublime pasó al principio: Cristo, los apóstoles, los buenos milagros y hasta las traiciones mejor urdidas, los mejores cobardes y los más heroicos ladrones. Desde entonces, santos y papas de por medio, también no se ha hecho otra cosa que decaer, alejarse aunque no definitivamente de aquellas épocas donde un hombre podía ser hijo de Dios sin que a nadie se le moviera un pelo. Y si hay un tópico del cristianismo poco desarrollado es el del Juicio Final donde se volvería supuestamente al estado de gracia y gloria del origen. Ni el padre Farinello y menos todavía Ratzinger hablan del Juicio Final. ¿A quién le importa dejar de decaer? De allí que exista un rock cristiano, una ópera rock dedicada a Jesús y que Lennon se pusiera a competir con Cristo. Y que el Anticristo provenga también del rock, en versión seria, Alice Cooper y en la paródica, Marylin Manson. Y que no haya un rock judío, pues el judaísmo ha sostenido siempre que lo mejor está por llegar.
Peleado con la lengua, viviendo de imágenes prestadas, con ceremonias celebradas en las peores condiciones y acompañadas de textos que apenas se entienden, amenazado a cada rato con perder la pureza, con una contaminación que parece ser terminal y que se detiene en el peor de los casos en la apoplejía, el rock sobrevive porque ya no es un estilo musical, ni una cultura juvenil, ni un fenómeno generacional, sino apenas eso una religión, el modo en que hemos de decaer por los siglos de los siglos, amén.

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