La sala del Avenida quedó en una semipenumbra. De pronto se oye como un ruido rítmico de pasos y luego la conversación de dos hombres que cada vez es más próxima. Cuando la luz es plena, se ve que llegan Jairo y su guitarrista, Alejandro Sánchez, ambos vestidos de negro, hablando despreocupados como si nadie fuera a oírlos. Se sientan a la derecha del escenario y Jairo cuenta una anécdota de Astor Piazzolla que echó a un violinista de una grabación porque fumaba y dejaba caer la ceniza sobre su instrumento. Eso que pintaba para ser distendido, un homenaje íntimo al Piazzolla cantable, muy pronto se convertiría en un recital tenso y extemporáneo. Para que eso ocurriera, hubo razones de repertorio y de interpretación.
El legado piazzolliano más interesante no pasa por sus canciones. Salvo en unos pocos temas –Los pájaros perdidos, Jacinto Chiclana- la melodía es forzada y no logra la fluidez y la emoción de los temas instrumentales. Por otra parte, las letras que acompañan esas canciones pertenecen en su gran mayoría a un momento en que el tango se resignó a dejar de contar historias y pasó a retratar sensaciones, en que dejó de basarse en lo que las palabras pueden construir y se entregó a lo que podrían llegar a evocar. Quien llevó esto más lejos fue Horacio Ferrer con su estilización de la pobreza en Chiquilín de Bachín (bien interpretada por Jairo) o de la locura en Balada para un loco. Y si bien muchos de los temas cantados la noche del sábado tienen diversos autores (Rafael Amor, Mario Trejo, el propio Jairo) todas participan de esta modernización de las metáforas (“la gleba urbana, por el neón cegada”, “rayo láser embotellado en un farol”, dice Querido tango), de una imprecisión (se habla de “silencio astral” o de “bohemio réquiem”) que es ante todo sentimental.
Todo esto genera que no se pueda hacer pie en la letra y sólo se siga el mapa de intensidades que llega dibujado desde la música.
Jairo, que posee una voz cálida y potente y cuya dicción y afinación son impecables, se pierde en este barullo sentimental y opta por el énfasis contagiándolo a las escasas letras, las de Homero Expósito y las de Jorge Luis Borges, en las que habría un hilo a seguir y recrear. Más allá de la libertad que le cabe a todo intérprete, no hay razones que justifiquen que se cante a voz en cuello un verso que oscila entre la pesadumbre y la reflexión como “La esperanza nunca es vana” de la última estrofa de Jacinto Chiclana.
El resultado fue que se escuchara más a Jairo que a Piazzolla, que tal vez era lo esperado por el público que llenó el Avenida, le pidió el Ave María-que no es de Astor- y aplaudió la mención de Hernán Lombardi, ministro de cultura porteño. El intérprete se retiró por el pasillo central sin que se le pidieran bises, mientras volvían a escucharse por los parlantes los pasos del principio. Lo que no regresaría sería esa calidez que trasuntó Jairo los momentos que se reservó para hablar de Piazzolla y que no se hizo presente a la hora de cantarlo.
J
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