lunes, 27 de octubre de 2008

sobre bernhard

“Durante la vigencia de los derechos de autor legales, no deberá representarse, imprimirse ni presentarse siquiera dentro de las fronteras del Estado austríaco, cualquiera que sea el nombre que éste lleve, nada de lo por mí escrito en cualquier forma: ni de lo por mí publicado en vida, ni de lo que exista en mi legado, en cualquier parte, después de mi muerte”.

Estas terminantes decisiones se leen en el testamento de Thomas Bernhard, modificado por él dos días antes de morir. Es más, se hizo llevar, ayudado por una batería de calmantes, hasta el estudio legal donde dejó estas y otras instrucciones en el mismo sentido, que incluyen su deseo de que el Estado austríaco nada tenga que ver con ningún aspecto de su herencia. Si, como plantea un personaje de El último encuentro de Sandor Marai, la muerte es la única respuesta válida, estas palabras lapidarias son la posición definitiva de un escritor que odió su patria al punto de no poder abandonarla y de dedicarle a sus miserias una parte importante de sus últimas producciones.

Valga apuntar que entre Bernhard (para quien la muerte es aquello de lo que siempre se habla, aunque parezca que se habla de otra cosa) y Marai hay un vínculo secreto: el formar parte de territorios separados que alguna vez fueron parte del Imperio Astrohúngaro, cuyo esplendor cantan los valses de Johann Strauss y cuya decadencia relatan Musil y Joseph Roth. Mientras el húngaro escribe desde la nostalgia de la unidad, en Bernhard todo a su alrededor es ruinas sobre ruinas.

CONTRA LA PATRIA

O al menos Austria arrastra, en su visión un pecado de origen que empieza a relatarse en la zona de la autobiografía de Bernhard, como cuando propone, en El origen, una identidad entre lo católico y la presencia nazi: “En el lugar del pupitre del conferencista detrás del cual estaba Grünkranz antes de la guerra y nos había instruido en las grandes doctrinas de la Gran Alemania, estaba en el presente el altar. En el emplazamiento del retrato de Hitler en el muro, estaba ahora colgada una gran cruz y en el lugar del piano donde Grünkranz acompañaba nuestros cantos nacional-socialistas, había un armonio.”

La idea de que catolicismo y nazismo son intercambiables tiene un efecto doble: detiene el tiempo y convierte a la esencia austríaca en algo irreparable. El ser nacional austríaco, si puede decírselo así, está marcado por un pasado y una ideología de donde no podrá salir nunca.

Esta conclusión de Bernhard requiere de dos precisiones. Una es histórica. La posguerra en Austria, el escenario en que empieza a escribir sus primeros textos, mantiene una fachada que pretende tapar las relaciones con el nazismo del pasado.

En resumen, si bien luego del final de la Segunda Guerra, Austria se presentó como “país víctima” del nazismo, lo cierto es que el proceso no fue tan simple ni unívoco. Entre los años 1934 y 1938 –antes de la anexión por parte de Alemania, Austria fue gobernada por el partido Vaterländische Front (Frente Patriótico), un proceso que algunos historiadores nombran como austrofascismo, que consistió, entre otras medidas en reemplazar la constitución y el parlamento por un régimen centralizado y autoritario. El 13 de marzo de 1938 se produce la anexión de Austria por Alemania, conocida como la Anschluss. Dos años antes, el canciller austríaco había pronunciado un discurso en el que reconocía a su país como un estado alemán más. Y la anexión de Austria por el Tercer Reich es celebrada por una multitudinaria manifestación reunida, no tan casualmente, en Heldenplatz, la plaza de los héroes y lugar público emblemático de la política austríaca.

A ese pasado austríaco entre la gloria perdida, la claudicación y el engaño, se suma un manejo estatal de la cultura en el que no parece haber sitio para lo literario. Según el historiador Dieter Hornig, en su artículo “La décima identidad. Algunas notas sobre la producción literaria en Austria”, “la casi totalidad del presupuesto de cultura es absorbida por los teatros nacionales”. A esto se suma la escasa calidad del periodismo austríaco –algo que se menciona en Heidenplatz- y las terribles estadísticas que muestran que en Austria se lee bastante menos que en el resto de los países europeos. Se sobreimprime a esta situación una legislación sobre derechos de autor desastrosa para los escritores, lo que hace que el ejercicio de la literatura sólo sea posible gracias a los magros subsidios estatales. Esto trae, entre otras consecuencias, que las producciones de los escritores austríacos circulen con más asiduidad entre el público alemán que el del propio país. Cerrando el círculo, los propios autores mantienen respecto de su país una actitud que oscila entre la tristeza o el desprecio, como en el caso de Peter Handke, que así define a su patria: “La grasa que me ahoga: Austria”.

Claro que en el caso de Thomas Bernhard esta inquina adquiere una característica especial, en la medida en que ese martilleo y esa diatriba son rasgos constituyentes de su estilo de escritura. El efecto de leer las ficciones de Bernhard –en mucha mayor medida que su obra teatral- es toparse con un devenir despacioso del lenguaje, que circula en espiral, que se reitera –entre otros motivos, porque descree de la sinonimia- y que avanza, valga la paradoja, a fuerza de retrocesos sobre sí mismo.

ESRÉTICA DE LA DIATRIBA

En esa política del lenguaje, la diatriba es la figura retórica perfecta y Bernhard la propina a lo largo de sus textos con distintos blancos: Austria, por supuesto, la condición humana, los campesinos, la educación, las diferentes formas de gobiernos, el sistema hospitalario, las relaciones entre las personas. Blancos que se repiten en las entrevistas y que agregan a todos los protagonistas que circulan en el ambiente literario: editores, críticos, lectores y hasta colegas: una de sus últimas víctimas fue Elías Canetti, cuya autobiografía, tanto en su estilo como en la idea de relatar la historia de un hombre, de un escritor y del medio en el que creció y del que se propone dejar testimonio, está en las antípodas de lo propuesto en los cinco tomos en que relata su infancia y su juventud: El origen, El aliento, El frío, El sótano y Un niño, que se conocieron en español a lo largo de la década de 1980, en traducciones de Miguel Sáez, publicadas por Anagrama. En estos textos, Bernhard se construye como personaje a partir de la hipérbole, de la convivencia permanente con la catástrofe, de la sensación de amenaza que vive ese niño y luego joven enfermo, sujeto a los despropósitos y descuidos de sus educadores, médicos y enfermeras. No hay la menor pretensión, a diferencia de Canetti en retratar una etapa de la vida de su comunidad sino en retratar un estado de ánimo permanente, incansable y que nunca condesciende, salvo en raros pasajes, a la comprensión y a la piedad.

A partir de este estilo, las acusaciones de Bernhard a su país natal forman parte de un universo donde lo referencial no es lo más relevante. ¿Importa si estas diatribas tienen o no un fundamento verdadero? O, para formularlo de otro modo, ¿deben considerarse estas injurias como un acto de denuncia de lo que está mal en su país? Todo parecería indicar que sus compatriotas no se sintieron afectadas por ellas, mientras circularan bajo la forma de la ficción. De hecho, la única acción judicial sufrida por uno de sus textos fue de un ex amigo que se consideró desfavorablemente retratado como uno de los personajes de Tala, lo que trajo como consecuencia el secuestro de la edición. Aunque en otra de sus novelas, Helada, se califique al país de “un hotel sospechoso, el burdel de Europa”, que en Trastorno se diga que es “un inmenso anacronismo terrateniente y forestal” y que en La calera uno de los personajes sentencie que Austria es en verdad “un cementerio de ideas, un siniestro desierto de vuelos hacia las cimas, aplastados en el suelo, una sucesión de fracasos, de humillaciones, de aniquilamientos de la grandeza”.

De todos modos, hay en Bernhard una percepción (tal vez incluso un placer) en las reacciones con odio que generan estas caracterizaciones del país. Cuando habla en una extensa entrevista con Kurt Hoffman –en verdad una suma de conversaciones que tuvo lugar entre 1981 y 1988- de los habitantes de Salzburgo ( a quienes de paso describe: “Nos son más que víctimas y chantajistas eternos”), dice “la verdad es que me odian, deben odiarme como a la peste”.

Distinta fue la recepción de sus discursos y sus obras de teatro. Hay que tomar en cuenta, aunque resulte un tanto obvio decirlo, que los ámbitos de circulación de los discursos y las piezas dramáticas son públicos y, queriéndolo o no (en algunos casos, como el discurso preparado para la ocasión de recibir el premio nacional austríaco en 1967, parece haber un deseo manifiesto de provocación) Bernhard, generaron rechazos en algunas ocasiones virulentos. Por otra parte, como se verá cuando se haga un breve recorrido de estos planteos y estas reacciones, hay aquí un catálogo de acusaciones que parece difícil de tolerar para sus destinatarios. Porque en su formulación, como se verá, no hay un deseo de reformar una realidad sino simplemente de execrarla. La retahíla de insultos surge como una letanía en Heidenplatz (“La industria y la iglesia son culpables de la desgracia austríaca

la iglesia y la industria han sido siempre culpables de la desgracia austríaca los gobiernos dependen totalmente

de la industria y de la iglesia siempre ha sido así

y en Austria todo ha sido siempre de lo peor todos han corrido tras la estupidez

siempre se ha pisoteado la inteligencia. La industria y el clero mueven los hilos

de la miseria austríaca

En el fondo puedo comprender muy bien a vuestro padre

lo que me asombra es que todo el pueblo austríaco

no se haya suicidado hace tiempo

pero los austríacos en conjunto como masa

son hoy un pueblo brutal e imbécil”). Y, seguramente para un austríaco el tener que escuchar estas letanías indignadas es sentirse condenado a pertenecer a un país destinado a ser miserable por toda la eternidad.

CONTRADICCIONES DE LA INQUINA

Empecemos por el discurso de 1967: con una deliciosa destreza retórica, Bernhard se deja llevar por lo que siente son los irremediables males de su patria. Repitiendo que en realidad quiere hablar de la muerte, a la que no hay que olvidar nunca, pero aclarando que sería pretencioso decir algo acerca de la muerte, va desgranando una lista de los tópicos que no ha de tocar en su discurso: “El cuento de la bella Austria, cuando era todavía algo, o Los austríacos cuando eran todavía algo…” ; “la incapacidad catastrófica de este gobierno, todo ese enorme escándalo gubernamental en el que también metemos mano...”; “que la ciudad de Viena es las más sucia de todas las capitales, con los miembros paralizados y la cabeza podrida y los nervios destrozados”. El discurso se cerraba con una referencia burlona al uso del dinero del premio que daría Bernhard en algún lugar del extranjero. La reacción fue inmediata. Un ministro presente en la ceremonia se puso de pie y apostrofó al autor del discurso entre aplausos de la concurrencia.

En 1977, la editorial Residenz rechaza publicar un artículo de Bernhard para el volumen Austria feliz. El texto aparecerá luego en el periódico Die Zeit bajo el título “Lo que Austria no puede leer” y repite las acusaciones de siempre a su país.

Al año siguiente, cuando le otorgaron el premio de la industria austríaca, Bernhard escribió un discurso que, aunque muy atenuado, no fue leído.

Situado en ese lugar de fiscal implacable, sin embargo Bernhard se permitía ser más módico en alguna aparición mediática, como en un reportaje dado en 1986 a la periodista alemana Asta Scheib: “Amo a Austria. No puedo negarlo. Pero la construcción del gobierno y la iglesia…ese terrible asunto, no se puede sino sentir odio. Creo que todos los gobiernos y religiones que conocemos son lo mismo, bajo una dictadura o en democracia, pues los individuos son todos igualmente desagradables. Al menos si se los mira de cerca.” Si aquí el mal austríaco queda sumergido y hasta cierto punto relativizado en una desgracia universal, cuando, estando en España, habla de Austria, el tono es más sentimental y concesivo (aunque también puede leerse en estas respuestas un matiz elusivo): ¿Dónde está su patria? Mi patria está donde estoy en ese momento. De manera que siempre estoy en mi casa y siempre en mi país. Cuándo está en Austria, ¿se siente en el exilio, en un exilio intelectual? No, porque cuando estoy allí, estoy también en mi país, en mi casa. Dicen que usted ha sentido el ambiente intelectual en Francia como sofocante, ¿es realmente así? No creo, porque, si no, me hubiera ahogado ya. Y no podría sentir demasiado tiempo esa sensación sofocante.

El diálogo, si puede llamárselo así, forma parte del libro Thomas Bernhard. Un encuentro. Conversaciones con Kirsta Fleischmann y reproduce una serie de entrevistas realizadas en España y en Austria a lo largo de cuatro años. Cabe aclarar para poder situar el odio de Bernhard hacia su país y sus contradicciones, que a lo largo de su vida mantuvo una relación poco convencional con la prensa, poniendo condiciones excesivas –como no ser seguido por la cámara o no usar grabador, condiciones que se modificaban y alteraban de acuerdo a su humor, variando las versiones sobre un mismo suceso de una entrevista a otra, o burlándose de su entrevistador. Y el dato, tal vez menor, que Bernhard mantuviera por más de treinta años, sin cambiarlo, el mismo número de teléfono, lo que lo convertía en un personaje fácilmente ubicable. Tampoco dejaba de ir a los cafés, su favorito era el Bräunerhoff, pese a que de que se lo reconociera y de vez en cuando pasara por algún mal momento.

Pero todos los matices que puedan introducir sus intervenciones públicas desaparecen a la hora de las obras teatrales.

En 1982, se estrena Vor dem Ruhestand. Eine Komödie von deutscher Seele, escrita en 1979, cuyo título podría traducirse como Ante la víspera del retiro, una comedia de espíritu alemán, que se basa en la historia de un poderoso político conservador germano –Hans Filbinger-, quien, de acuerdo a lo que se descubrió en una investigación realizada en la década de 1970, había integrado un tribunal de ejecuciones en la marina durante el nazismo. A partir de este episodio, Bernhard imagina el personaje de un juez que se viste periódicamente con el uniforme nazi para celebrar privadamente cada cumpleaños de Himmler. Al trasfondo histórico se suma una relación incestuosa del juez con su hermana. En cada una de estas celebraciones, el protagonista lanza furibundas diatribas antisemitas que sostienen que los alemanes siguen siendo enemigos de los judíos y que no descansarán hasta aniquilarlos. Filbinger presentó una queja y pidió la renuncia del director del teatro de Stuttgart donde se había representado la pieza.

El contraataque de Bernhard fue furioso: escribió una breve pieza, Der deutsche Mittagstisch, (La mesa alemana), que fue estrenada en Bochum en 1981. Allí Frau y Herr Bernhard cenan y descubren que hay “nazis en la sopa”. La mujer se queja de que por distintos que sean los fideos que le pone a la sopa, siempre aparecen nazis. Pese a la brevedad del texto, la representación se prolongaba por cuatro horas y finalizaba con una espectacular escena de una manifestación con banderas austríacas.

Y luego, llegaría Heldenplatz, el mayor escándalo de la cruzada antipatriótica de Bernhard, que tuvo su escalada al final de su vida. Estrenada el 14 de octubre de 1988, se suponía que debía formar parte central de las celebraciones del centenario del Burgertheater de Viena, la sala más emblemática de la capital austríaca. Pero ese mismo año, se cumplían cincuenta años de la anexión de Austria por parte del Tercer Reich. El director Claus Peynmann le sugirió reunir ambos acontecimientos. Tras una reticencia inicial por parte de Bernhard, se decidió por una trama que remite al clima en Austria luego de la revelación de que el canciller Kurt Waldheim había sido colaboracionista de los nazis.

La prensa anticipa algunos fragmentos de la obra (“Austria no es más que un escenario donde todo está podrido). Waldheim califica a la obra de “grosero insulto al pueblo austríaco”. También en ámbitos privados se reiteran las agresiones. Bernhard es atacado más de una vez mientras camina por la calle. Pero, extrañamente cuando se produce el estreno, el éxito acompaña la obra y no hay incidentes mayores, salvo algunos silbidos y la prevención de una fuerte custodia policial al teatro. Al salir a saludar, Bernhard protagonizó su última aparición pública.

En ocasión de aquel estreno, uno de sus críticos cuestionó que Bernhard viviera de subsidios otorgados por el mismo Estado al que execraba. La respuesta es tan equilibrada como pobre y hasta cierto punto malintencionada, pues traslada a las actitudes de un sujeto (cuestionables o no) lo que merecería otra discusión, básicamente sobre el sentido o no de las diatribas bernhardianas. Podría suponerse que el trasfondo nazi que tanto lo obsesionaba tiene existencia real, aunque se discuta su verdadero alcance, pero en realidad el tema más interesante es hasta qué punto las debilidades del pasado marcan de manera ineludible el presente y dibujan el camino al futuro, se trate de una sociedad o de un individuo, aunque probablemente no fuera ésta una distinción ey le interesara demasiado.

Para Bernhard el pasado es una maldición, y es en este punto donde se anudan lo privado y lo público. Así como su cuerpo arrastra el peso de la enfermedad pulmonar que acentuará aún más el carácter mortal de su existencia humana, el pecado del nazismo deja su marca moral de la que no es posible escapar y de la que no parece haber más que escapatoria que la muerte o el suicidio que es otra de las constantes en la obra –y también en la vida- de Bernhard, a veces como destino, otras como única solución posible a esa carga que viene escrita –en el cuerpo o en la historia. “En el fondo puedo comprender muy bien a vuestro padre, lo que me asombra es que todo el pueblo austríaco no se haya suicidado hace tiempo pero los austríacos en conjunto como masa son hoy un pueblo brutal e imbécil.”, se dice en Heidenplatz.

Y poniendo otra vez a su país en esa frontera perpetua de la muerte, Bernhard concluye en Corrección: “El suicidio era en nuestro país natal algo que se daba por sentado, que no tenía nada de extraordinario y de lo cual era muy natural hablar. (…) Es un pueblo de suicidas pero hay pocos que se matan, por más que este país presente el porcentaje de suicidas más elevado del mundo, el récord más alto de suicidas.” Aquí se unen esas dimensiones que parecían tan distantes, el execrar el origen y al mismo tiempo confiar en la muerte como solución. Puede pensarse que esta sucesión de diatribas que tal vez no casualmente se acelera y se exacerba cuando se le va terminando la vida y que rubrica ese gesto tan inútil y desesperado del testamento in extremis sea la forma de hacer que la literatura y el teatro pueden acceder a la opción de poder suicidarse. Por eso, cuando detrás de las palabras sólo parece haber furia, resentimiento, odio, lo que roza todo es la muerte o su sensación más parecida, que el pasado es una enfermedad incurable.

2 comentarios:

PaulValley dijo...

Excelente artículo, Marcos. ¿No te parece extraordinario que, en la autobiografía, el lenguaje se vaya haciendo más "simple" hacia el final, justamente en Un niño? Y qué pifiada la de los yanquis que publicaron los cinco volúmenes en uno, pero "reordenándolos" cronológicamente. Saludos.

carlos adolfo facal dijo...

Me gusta tu blog me hace falta tiempo para comentarlo con lucidez sin hablar al pedo, el lenguaje siento que puede generar la diferencia en la comprensión, felicidadas, saludos, este es mi blog
kali618.blogspot.com