En uno de los pasillos del repleto Luna Park, una nena de ojos grandes sostiene la noche del martes un cartel –que parece hecho por su madre- en el que se lee en letras pegadas de diferentes colores: “Wisin y Yandel, quiero bailar con ustedes, tengo nueve años”. Es una presencia extraña, porque la edad promedio del público ronda los quince años, predominan las chicas y sorprende la casi total ausencia de piercings, de raros peinados nuevos, de chupines y bandanas. Es que todo lo que sucede durante el recital del exitoso dúo panameño de reggaeton se parece mucho a una matiné de boliche barrial, en la que se juega más de un juego. El más popular es un erotismo de cotillón, propuesto desde el escenario, en el que predominan los movimientos pélvicos, los ojos bien abiertos, las sonrisas cómplices, los gestos audaces y ciertas palabras que se repiten como un mantra de canción en canción: cama, cuerpo, deseo, además de las distintas conjugaciones de la expresión “hacer el amor”, incluso en algún tema por teléfono, dada la oposición de los padres de ella al romance de su hija con un rapero.
La propuesta de Wisin y Yandel no se diferencia demasiado de otras expresiones del reggaeton, de acuerdo a la fórmula que marca el astro actual del género, Don Omar: mucha percusión y mucho clima cachondo. A lo que se agrega un entusiasta grupo de baile en el que predominan las rubias en hot pants. Pero lo que sorprende es su impresionante convocatoria, sin publicidad ni demasiada difusión, que los llevó a agotar las entradas de dos recitales antes de llegar a la Argentina. Son un fenómeno, que al menos en nuestro país, lo debe casi todo al circuito comunicativo de Internet, cuya expresión más superficial son las recientemente descubiertas “tribus urbanas”. Tampoco se diferencian demasiado las canciones entre sí, sostenidas por una banda integrada por un DJ, tres tecladistas, bajo y batería que no se entrega a sutilezas ni considera la posibilidad de la variación.
Es que en este nuevo episodio del negocio de la hormona adolescente a nadie le preocupan los matices. Ni a los organizadores que empezaron a probar sonido cuando ya el recital debiera estar promediando y que entregaban un programa con información cero y pésimamente impreso. Ni a Wisin, quien desde el escenario, tras agradecer a “los padres que permiten que sus hijos escuchen nuestra música”, no se cansó de decir, con entusiasta sorpresa, que “en la Argentina, el control lo tienen las mujeres”. Y menos que menos las inagotables chicas, que respondían con gritos a cada palabra seductora que se les dirigía desde el escenario, mientras se subían a las butacas a bailar ante la inútil desesperación de la gente de seguridad. Alguna estrenaba ringtone con ritmo reggaeton, otra no paraba de sacar fotos con su celular, y más allá una petisita de flequillo llovido agachaba la cabeza para recitarse la letra de una canción, pese a que su alrededor todo atronaba y los cuerpos no paraban de moverse. Es que la felicidad sólo es plena cuando se la siente transpirar.
Antes se habían presentado Chapa C y Trova D, los “reggaetones argentos”, como se definieron y que presentaron un grupo de baile que recuperó a esas típicas, entrañables y atractivas morochas argentinas tan olvidas por la erótica tinelliana.
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