domingo, 2 de septiembre de 2007
humillame por teve
Me parece que la cuestión sexual (para ponerle un nombre) de los programas de la tele es sólo una parte del asunto. El otro día mostraban en alguno de estos programas que amplifican a Bailando... a una de las participantes, creo que Celina Rucci, cuyo hijo había ido a alentarla con un cartel al estudio. Con tomas paralelas de la mujer con Tinelli, y el chico por otro, Tinelli trataba de demostrar que el corpiño de Rucci dejaba traslucir sus pezones, mientras la cara del pibe se iba descomponiendo. Otra, cortarle la pollera a las chicas que bailaban para que quedaran en "bombacha". Es otra vez la humillación de las cámaras ocultas (humillación ficticia o real, y me parece que la diferencia no es importante) pero trasladada al terreno sexual. Es el abuso del que tiene poder sobre alguien que necesita algo (dinero, trabajo, lo que sea). No es casual en este contexto de la tele la resurrección de Sofovich, el rey del humor basado en la humillación. Otro de sus alumnos dilectos, Guido Kazcza (o algo así) abusa de los chicos que quieren bajar a "Bariló" haciendoles pasar por una especie de strip tease, cortes de pelo salvajes o caídas sobre algo que parece excremento de burro
En vivo
Escucho un disco en vivo de Rava con Bollani. Lindo, pero si uno tenía alguna expectativa no deja de ser un disco más. ¿Cuáles serán los músicos que más rinden en vivo? No recuerdo un gran disco en vivo de Miles, de los inolvidables. Pero sí, alguno de Coltrane, com uno que acaba de salir en el Half Note. Los de Dizzy en Montreal son geniales, y Cassandra suena mucho más jazzera en vivo que en estudio. Ellington puede que tenga sus grandes discos en vivo, pero tienen que ver con el ensayo, como los del Carnegie Hall, y no con algo que pareciera producirse allí. Los discos en vivo de los beatles son una mera reiteración de los grabados en estudio y después nunca más se presentaron. Los discos de Jarrett son todos en vivo. Veamos, para tirar una hipótesis: funciona en vivo cuando se lo vive como una fiesta, como en Dizzy o con Roland Kirk, o como alguna vez con Caetano que ahora tiene estudiado hasta el momento de respirar. O como una ceremonia religiosa, y ahí aparecen nuestros grandes místicos, Coltrane o Jarrett.
miércoles, 11 de julio de 2007
Una carta para José Pablo
El otro día zapeando, te encuentro en TN repitiendo tu perenne queja sobre la incomprensión que rodeó la aparición de La astucia de la razón, una incomprensión que nació de una crítica –que firmé yo en Página/12- y que según tus palabras televisivas “hasta me acusaron de plagiar al escritor (austríaco tuviste que aclarar porque estabas en la tele) Thomas Bernhard”. Lo que sucede es que como no escribí algo así como “la aparición de La astucia de la razón llega para paliar la absoluta orfandad de obras maestras en la literatura nacional. Lo que es de lamentar es el tiempo en que debamos esperar hasta que un nuevo texto de Feinmann nos esclarezca sobre nuestro destino como seres humanos y como argentinos además de mejorar nuestra calidad de vida con el solo contacto con su prosa irreprochable y luminosa”. Tampoco te acusé de plagiario. Planteé entonces algo que sigo pensando hoy: que la técnica narrativa de Bernhard –de la que te serviste, y, repito, no me parece mal- no era adecuada para contar, al modo hegeliano que elegiste, una historia de síntesis y de reencuentros. Podría ir más lejos y decir que, pese a tus protestas que me costaron más de un empleo (gracias a la ayuda de tu amigo y editor Juan Martini), y al castigo que me implicó en el diario que no pudiera reseñar durante un largo tiempo ningún libro de ficción, vos no tuviste la certeza de que yo hubiera estado equivocado y no volviste a escribir hasta hoy con esa técnica. Pero si vos escribieras para abrir el juego de los debates y no para plantar tu pica en el terreno de la verdad, incluso deberías haber celebrado una crítica que abriera las discusiones sobre cómo contar la historia del país. Durante mucho tiempo me callé todas estas cosas, pero la verdad que verte con el mismo sonsonete a lo largo de los años me pareció que ameritaba que contara ciertas cosas, sabiendo que vos tenés las cámaras a tu favor y yo un simple blog. Así las cosas.
Otra deriva
Es sorprendente que hayan fallado tanto los reflejos paranoicos del gobierno K. O, más que sorprendente resulta preocupante. (¿La deriva patológica es un avance o un retroceso?) ¿Cómo no asociar que anunciada la candidatura de Cristina, la oposición haya elegido como blanco de sus denuncias a una ministra y a una prosecretaria? ¿Cómo se les escapó decir que todo no es más que una reacción machista? Y podrían seguir siendo progres sin afectar la distribución de la riqueza.
Derivas
El plan está clarísimo. Asume Cristina, se desgasta, vuelve Néstor, se desgasta, regresa Cristina. Todo esto hasta que los chicos estén grandes y puedan tomar la posta. Habrá que evitar que la niña K se case, pues puede imprimir un desvío en la dinastía y perderse el apellido Kirchner en una sucesión que bien podría ser todo lo eterna que uno puede llegar a imaginarse. Ahora supongamos que el matrimonio, que ha demostrado hasta ahora ser tan firme, se resquebraja porque ella que era la gran mujer detrás de todo gran hombre y le festejaba sus malabares con el bastón de mando, se da cuenta,como buena fálica que debe ser, que el bastón cambió de manos. Y esa ruptura que no podría ser más que un rumor, exige que la presidenta tenga uno o varios amantes que no sean fijos porque sino el afán de dinastía corre peligro. Entonces deberá contratar los servicios de alternantes taxi boys (de preferencia justicialistas). Pero como el corazón tiene esas cosas que no siempre se pueden prever, podría suceder que la señora se enamorara de alguno de sus proveedores y la transversalidad derivara en que alguno de nuestros presidentes haya trabajado en algún momento de su vida como taxi boy. O, peor aún. Nuestro próximo presidente puede llegar a ser Matías Alé.
viernes, 29 de junio de 2007
Románticos go home
Románticos go home.
En un tiempo fue Sandro. Su propuesta de un erotismo que mezclaba la ternura de Aznavour con el desenfreno de Elvis fue el gran sex symbol nacional y sus recitales eran ceremonias donde el sudor y el deseo eran los principales maestros de ceremonia. Fiel a su machismo de barrio, atemperado por el sagrado adagio de que un hombre es un caballero, Sandro proponía en sus letras que el cuerpo femenino era una caja de resonancia de todo lo que agitaba en su interior, incluido lo que para ciertas morales de época no debía decirse a viva voz. Y el trabajo erótico consistía en sacar eso a la luz, vaya como ejemplo: “por ese palpitar que tiene tu mirar, yo puedo presentir que tú debes sufrir”.Sandro no ha tenido recambio y el género melódico del que fue estandarte nacional por el mundo, hoy está, si puede decírselo así, falto de aliento.
Entre el melódico nacional, el erotismo ha sido reemplazado por la autoayuda o las confesiones de los dilemas de los artistas en estos tiempos de tanta transa (Alejandro Lerner y su esforzada rima de “defender mi ideología, buena o mala pero mía”; Diego Torres y sus proezas fisiológicas de “mirar el futuro con el corazón”). El orgullo argentino ha debido aceptar herido que el lugar de Sandro haya sido ocupado por Ricardo Arjona, quien se instaló en Buenos Aires a cumplir con los rituales favoritos del Gitano, batir récords de asistencia y no dar entrevistas. Claro que, sin que la métrica y la rima hayan dado síntomas de mejoría, el guatemalteco propone (como hace Shakira y sus sinceras caderas) un erotismo que va del cuerpo al cuerpo. De allí que le pueda cantar a la menstruación con versos como estos: “De vez en mes a ti te da por tomar siestas,
a tus hormonas por las fiestas y el culpable siempre yo.” Un erotismo con alitas y sin embargo de poco vuelo. Pero que habla de cuerpos, de pasiones y de encuentros y desencuentros. El público femenino que ha seguido a Sandro por décadas tal vez hoy no quiera que le susurren recetas para vivir y no encuentra las viejas palabras que hablaban del amor. Y el príncipe azul llega de algún país latino que se queda con los Grammys que alguna vez nos supimos ganar.
(Esto era un recuadro que debía acompañar una nota sobre el consumo cultural de las mujeres que salió en Ñ. Puede que no haya salido por cuestiones de espacio o de alguna otra índole, pero como nadie me dijo nada)
En un tiempo fue Sandro. Su propuesta de un erotismo que mezclaba la ternura de Aznavour con el desenfreno de Elvis fue el gran sex symbol nacional y sus recitales eran ceremonias donde el sudor y el deseo eran los principales maestros de ceremonia. Fiel a su machismo de barrio, atemperado por el sagrado adagio de que un hombre es un caballero, Sandro proponía en sus letras que el cuerpo femenino era una caja de resonancia de todo lo que agitaba en su interior, incluido lo que para ciertas morales de época no debía decirse a viva voz. Y el trabajo erótico consistía en sacar eso a la luz, vaya como ejemplo: “por ese palpitar que tiene tu mirar, yo puedo presentir que tú debes sufrir”.Sandro no ha tenido recambio y el género melódico del que fue estandarte nacional por el mundo, hoy está, si puede decírselo así, falto de aliento.
Entre el melódico nacional, el erotismo ha sido reemplazado por la autoayuda o las confesiones de los dilemas de los artistas en estos tiempos de tanta transa (Alejandro Lerner y su esforzada rima de “defender mi ideología, buena o mala pero mía”; Diego Torres y sus proezas fisiológicas de “mirar el futuro con el corazón”). El orgullo argentino ha debido aceptar herido que el lugar de Sandro haya sido ocupado por Ricardo Arjona, quien se instaló en Buenos Aires a cumplir con los rituales favoritos del Gitano, batir récords de asistencia y no dar entrevistas. Claro que, sin que la métrica y la rima hayan dado síntomas de mejoría, el guatemalteco propone (como hace Shakira y sus sinceras caderas) un erotismo que va del cuerpo al cuerpo. De allí que le pueda cantar a la menstruación con versos como estos: “De vez en mes a ti te da por tomar siestas,
a tus hormonas por las fiestas y el culpable siempre yo.” Un erotismo con alitas y sin embargo de poco vuelo. Pero que habla de cuerpos, de pasiones y de encuentros y desencuentros. El público femenino que ha seguido a Sandro por décadas tal vez hoy no quiera que le susurren recetas para vivir y no encuentra las viejas palabras que hablaban del amor. Y el príncipe azul llega de algún país latino que se queda con los Grammys que alguna vez nos supimos ganar.
(Esto era un recuadro que debía acompañar una nota sobre el consumo cultural de las mujeres que salió en Ñ. Puede que no haya salido por cuestiones de espacio o de alguna otra índole, pero como nadie me dijo nada)
viernes, 22 de junio de 2007
pausas
Ayer a la noche escuché con más detenimiento que lo habitual la versión que hace Shirley Horn de Yesterday. La mina le pone pausa, mucha pausa, se la escucha respirar. Y hace verdadera una canción que es muy trucha. ¿Cuántos años tendría McCartney cuando la compuso? 25 a lo sumo. ¿Y cómo puede decir que "all my troubles seem so far away" ¿De qué habla? Hay en el rock una zona de nostalgias inventadas como si no se pudiera andar sin hacer declaración jurada de que uno tuvo un pasado más feliz que ahora. Vaya como ejemplo "hubo un tiempo que fui hermoso, que fui libre de verdad", o "todo tiene un final, todo termina", un carpe diem religioso y fuera de edad. Pero volvamos a Shirley, esas pausas, ese estar a punto de empezar y tomarse un segundo más, ¿no es como ese segundo que uno demora antes de acabar, de correrse? ¿No encajaría mejor la idea de "petit mort" para hablar de esa demora en la que nada pasa más que la espera y la excitación en su estado más absoluto, que usar la idea para la vulgata eros-tanatos? ¿habrá que ser siempre tan lacaniano? ¿hay que adorar a Bataille? El secreto está en la pausa. Me pasó antes con Marianne Faithful cantando "Boulevard of broken dreams". La había oído antes por Tonny Bennet. Y Tony me gusta. Pero acá está entregado sin resistencia al fandango (ese es el ritmo) del compositor y todo su énfasis, como apurado para salir del boulevard. Marianne se queda allí para ver que encuentra. Andá a saber, hay que tener ganas de comparar sueños rotos. Pero no deja de tener una rara dignidad. Querer formar parte de la raza de los pausados. ¿Cuál será el precio a pagar?
viernes, 8 de junio de 2007
E alora macri
Es una pena que la obligación de lo políticamente correcto haya impedido el chiste fácil de que Michetti hizo que la elección de Macri fuera sobre ruedas.
¿Qué hará Macri con la cultura? ¿Habrá artesanos en las plazas? ¿Cuántos programas de Ciudad Abierta pasarán a canal (a)? ¿Llegará alguno al canal 7? ¿No podría organizar Lufrano un reality con esto?
Nadie comenta demasiado que el voto a Macri no fue voto castigo, ni demostración de oposición, sino, en su mayoría voto positivo, o sea: privaticemos, reprimamos, abracemos a Blumberg, cerremos los hospitales a los del Gran Buenos Aires, echemos a cartoneros y piqueteros (menos a Castells). Como también fue en positivo el voto en Neuquén al pichón de Sobisch (tipo que mandó matar maestros y que se dedicaba a comprar votos en la legislatura provincial). O sea que vamos para allá (a la derecha que es democrática si no queda más remedio). En cuanto comienzan los conflictos para redistribuir un cachito, se acabó la sensibilidad social. ¿Terminaremos por extrañar los finales del 2001?
¿Qué hará Macri con la cultura? ¿Habrá artesanos en las plazas? ¿Cuántos programas de Ciudad Abierta pasarán a canal (a)? ¿Llegará alguno al canal 7? ¿No podría organizar Lufrano un reality con esto?
Nadie comenta demasiado que el voto a Macri no fue voto castigo, ni demostración de oposición, sino, en su mayoría voto positivo, o sea: privaticemos, reprimamos, abracemos a Blumberg, cerremos los hospitales a los del Gran Buenos Aires, echemos a cartoneros y piqueteros (menos a Castells). Como también fue en positivo el voto en Neuquén al pichón de Sobisch (tipo que mandó matar maestros y que se dedicaba a comprar votos en la legislatura provincial). O sea que vamos para allá (a la derecha que es democrática si no queda más remedio). En cuanto comienzan los conflictos para redistribuir un cachito, se acabó la sensibilidad social. ¿Terminaremos por extrañar los finales del 2001?
sábado, 26 de mayo de 2007
tonta tipología de la tristeza
Me parece que la tristeza no es de una sola manera ni produce el mismo efecto cuando se combina con otros estados de ánimo. Para empezar por algún lado, hablemos de la tristeza ante la pérdida de algo o alguien que se tuvo plenamente. Lo primero es la desolación, la sensación de que el horizonte se ha borrado para siempre porque el tiempo se ha parado, se ha quedado allí para marcar una vida a la que no le queda otra que repetirse en el pesar. Sin embargo, si lo que se pierde antes se ha poseído, en algún lugar se sabe que la memoria va a poner en marcha alguna forma de equilibrio, que el pasado va a llegar para infiltrar el futuro, que los recuerdos se van a suavizar y de a poco lo perdido se va instalando de nuestro lado.
Hay una tristeza más irreparable, de la que habla la última película de Jim Jarmusch. La pérdida de aquello que nos damos cuenta que no hemos tenido del todo. En la película se cuenta la historia de un hombre (Bill Murray) que se entera que tiene un hijo del que nunca se había enterado. Buscarlo es recorrer ese mundo que pudo haber sido, para mejor o peor, un tiempo pasado que acusa al presente por ser lo que es. De esta tristeza es casi imposible volver y sólo queda arrasarla con lo que sea –alcohol y otras formas químicas o embrutecedoras del olvido-, sin saber si hay una salida posible. Esta tristeza es siempre irregular, tropieza consigo misma y sabe que si vive sola será eterna. Por eso tiende a mezclarse con otros estados de ánimo, el más común es la desesperación, el cambio de velocidad llevado a lo insoportable, pero que tiene la ventaja de darnos la sensación de que seguimos vivos y de que la pena no nos aplasta del todo.
Hay una tristeza más irreparable, de la que habla la última película de Jim Jarmusch. La pérdida de aquello que nos damos cuenta que no hemos tenido del todo. En la película se cuenta la historia de un hombre (Bill Murray) que se entera que tiene un hijo del que nunca se había enterado. Buscarlo es recorrer ese mundo que pudo haber sido, para mejor o peor, un tiempo pasado que acusa al presente por ser lo que es. De esta tristeza es casi imposible volver y sólo queda arrasarla con lo que sea –alcohol y otras formas químicas o embrutecedoras del olvido-, sin saber si hay una salida posible. Esta tristeza es siempre irregular, tropieza consigo misma y sabe que si vive sola será eterna. Por eso tiende a mezclarse con otros estados de ánimo, el más común es la desesperación, el cambio de velocidad llevado a lo insoportable, pero que tiene la ventaja de darnos la sensación de que seguimos vivos y de que la pena no nos aplasta del todo.
jueves, 24 de mayo de 2007
Primera parte
Una noche con Anthony Braxton
Todo extraño, muy raro. Empecemos por el reloj de arena que coloca sobre el escenario. De entrada uno sabe que eso va a durar un tiempo determinado, aunque no se sepa cuánto. Y que dado que en realidad todo es un fluir permanente no habrá bises. La música no se queda atrás en cuanto a extrañezas. Disonancias, momentos de lirismo, se pasa de un estado a otro sin que parezca haber la menor continuidad, el trompetista cambia su instrumento a cada rato y no deja de tomar agua. A diferencia de lo que ocurre con –llamésmolo así- el free jazz, ese tocar para sí mismo, esas rupturas no producen irritación y la gente se queda aún sabiendo que eso no va a cambiar. Tampoco creo que sea una música para disfrutar, más allá de lo bien que toca Braxton y la chica de la guitarra. Hace un par de semanas, en una mesa sobre Sarmiento en la Feria del Libro y mientras me aburría (a veces aburrirme me inspira) pensaba en la pregunta obvia que se le hacía a la mesa: “¿Hay que leer Facundo en el secundario?” Otro se hizo cargo de la pregunta, por suerte, y pensé entonces que hemos perdido la capacidad de encontrar placer en lo que no entendemos del todo, ¿por qué no entonces animarse a Facundo con quince años, aunque no entendamos casi nada? ¿Sólo hay placer cuando se cree entender? Lo de Braxton fue eso. Había cierto placer en estar allí sin saber del todo que estábamos oyendo. Y por suerte no me tocó hacer la reseña y no tengo que explicar nada. Pero volvamos a este mundo donde todo se explica, o donde se cree que las palabras tienen el poder de explicarlo todo. Por ahí pasa tal vez alguna respuesta por el rechazo a la música instrumental. Desde el jazz a la música clásica (hoy tienen más lugar los tenores y la ópera que una sinfonía para no hablar de la música de cámara). Ni siquiera subsisten esas porquerías como Percy Faith o Fausto Pappeti. Hay que decir algo, sea lo que sea, aunque sea aserejé o sino absurdidades como “las caderas no mienten”. Propuse en Ñ una columna que sea llamara “postulados de la cadera falluta”, pero no me tomaron en serio. Pero hablando humorísticamente en serio, cómo sabés que esa caderita no te está mandando fruta…
¿Continuará?
Todo extraño, muy raro. Empecemos por el reloj de arena que coloca sobre el escenario. De entrada uno sabe que eso va a durar un tiempo determinado, aunque no se sepa cuánto. Y que dado que en realidad todo es un fluir permanente no habrá bises. La música no se queda atrás en cuanto a extrañezas. Disonancias, momentos de lirismo, se pasa de un estado a otro sin que parezca haber la menor continuidad, el trompetista cambia su instrumento a cada rato y no deja de tomar agua. A diferencia de lo que ocurre con –llamésmolo así- el free jazz, ese tocar para sí mismo, esas rupturas no producen irritación y la gente se queda aún sabiendo que eso no va a cambiar. Tampoco creo que sea una música para disfrutar, más allá de lo bien que toca Braxton y la chica de la guitarra. Hace un par de semanas, en una mesa sobre Sarmiento en la Feria del Libro y mientras me aburría (a veces aburrirme me inspira) pensaba en la pregunta obvia que se le hacía a la mesa: “¿Hay que leer Facundo en el secundario?” Otro se hizo cargo de la pregunta, por suerte, y pensé entonces que hemos perdido la capacidad de encontrar placer en lo que no entendemos del todo, ¿por qué no entonces animarse a Facundo con quince años, aunque no entendamos casi nada? ¿Sólo hay placer cuando se cree entender? Lo de Braxton fue eso. Había cierto placer en estar allí sin saber del todo que estábamos oyendo. Y por suerte no me tocó hacer la reseña y no tengo que explicar nada. Pero volvamos a este mundo donde todo se explica, o donde se cree que las palabras tienen el poder de explicarlo todo. Por ahí pasa tal vez alguna respuesta por el rechazo a la música instrumental. Desde el jazz a la música clásica (hoy tienen más lugar los tenores y la ópera que una sinfonía para no hablar de la música de cámara). Ni siquiera subsisten esas porquerías como Percy Faith o Fausto Pappeti. Hay que decir algo, sea lo que sea, aunque sea aserejé o sino absurdidades como “las caderas no mienten”. Propuse en Ñ una columna que sea llamara “postulados de la cadera falluta”, pero no me tomaron en serio. Pero hablando humorísticamente en serio, cómo sabés que esa caderita no te está mandando fruta…
¿Continuará?
domingo, 20 de mayo de 2007
Los dibujos
Ilustraciones: Comparto el entusiasmo de Daniel Paz por Jethro Tull. Aparte el puede decir de una lo que uno no se permite. Por las dudas, va el texto que acompaña el dibujo: "Cuando se haga la lista de la gente que ayudó a que el mundo sea más lindo, tiene que estar Jethro Tull." . El otro no necesita que diga nada. !Grande Greenpeace!
miércoles, 2 de mayo de 2007
Sobre Monk y Coltrane
En la foto del booklet están los tres tan quietos y distraídos como si no se dieran cuenta de que alguien los está retratando. Y ninguno de los tres –de izquierda a derecha Thelonius Monk, su esposa Nellie y John Coltrane- mira en dirección al mismo lugar. En realidad, salvo la dama Monk que parece hallarse allí para que la imagen termine por resultar equilibrada, los otros dos están pensando en otra cosa. Monk en las formas definitivas de su música, el saxofonista en qué sacará allí para su futuro. Ha habido muchos encuentros cumbre en la historia del jazz –incluso algunos imaginados como estrategia comercial- pero es difícil encontrar alguno tan intenso y tan destinado a separar caminos como el de los nueve meses del año 1957 en que Coltrane formó parte del cuarteto de Monk. El resultado fue un disco en estudio y otro grabado en el boliche Five Spots y al que las deficiencias del sonido convierten en prácticamente inaudible. O al menos eso se suponía hasta que el investigador Larry Appelbaum se topó con una serie de masters sin clasificar en la Biblioteca del Congreso en uno de los cuales se hallaba registrada la presentación del cuarteto en el Carnegie Hall de New York. Y en un tiempo de abuso de bonus tracks y tomas alternativas, el valor de la hora y algo que recoge el CD muestra algo nuevo y diferente ocurrido hace unos cincuenta años. Tan nuevo que ni siquiera pudo transformarse en leyenda de un hecho sucedido y del que sólo quedarían recuerdos y rastros borrosos. Eran tiempos de revoluciones en la música y en la política. En poco menos de diez años de existencia, el bebop no había agotado nada de su fuerza, pero ya empezaban a aparecer nuevas zonas de experimentación como la que comandaba Miles Davis. El movimiento por los derechos civiles de los negros iba ganando espacio pero también mostrando facetas más radicales como desarrollaban las Panteras de Malcolm X. A la vez, se iban estableciendo las bases para lo que se llamó en la década siguiente el retorno a África al que Monk y Coltrane darían respuestas diferentes. Para el pianista, ya el nombre Thelonius era lo suficientemente extravagante como para buscar un apelativo de origen africano, según declaró alguna vez, mientras que para Coltrane la indagación se limitaría a lo musical pero sería de una intensidad que lo llevaría a la desesperación. Tampoco coincidieron en las respuestas políticas. Coltrane compuso una serie de temas vinculados con la situación de los negros –entre los más acojonantes se hallan Alabama (usado por Spike Lee para su biografía de Malcolm X) y Lonnie´s Lament- , pero Monk nunca pareció prestarle demasiada atención al asunto.
Y la diferencia final tiene que ver con su posición de artistas: si Monk es Picasso, el hombre al que las cosas se le presentan y que arma todo su universo a partir de una cantidad de recursos limitados –tan pocos que muchos se equivocan y lo consideran como un pianista de técnica cuestionable-, Coltrane tiene parecidos con Rodin, aquel que sólo encuentra inspiración cuando lucha contra su material, cuando la piedra o las notas se le resisten. Son célebres sus esfuerzos por arrancarle más acordes a su instrumento, las pruebas con el saxo soprano, la forma en que limaba las lengüetas para obtener sonidos inesperados.
Pese a todo lo que los separa, al escuchar estas grabaciones –algunas de las cuales cortan el aliento como ocurre con Monk’s mood, el primero de los temas- se siente un parentesco que tiene que ver con una disposición que Coltrane perdería muy pronto y que Monk acentuaría hasta el chiste final de decidir dejar de tocar: el humor. Por supuesto, un humor que se percibe hoy pero que pasó inadvertido para la audiencia para la cual por entonces la idea de la existencia de la música negra era un tema serio. Tocando algunos temas a la vieja usanza, con mucho arpegio, Monk induce a Coltrane a pensar. Sus enseñanzas livianas, sobre todo la de que hay varios caminos para una misma idea pero que cada camino es una idea distinta contrastan con las de Miles Davis (en cuyo quinteto había tocado Coltrane) para quien había una sola idea posible; esa exigencia que hace a la belleza de ciertos poetas, hay una única manera de nombrar las cosas en la que las cosas son verdaderas. Sólo la liviandad de Monk podía contrarrestar las exigencias de la poesía de Miles. Por otra parte, el trompetista decía que era imposible tocar con Monk porque no se sabía para qué lado saldría disparado.
Por todo esto, aunque es un disco de Monk –es el autor de todos los temas, salvo el standard Sweet and lovely y es suya la dirección general en que fluye la música- puede escucharse también como una etapa fundamental en la formación de las ideas de Coltrane que, como sucede cuando los grandes se juntan por azar o por destino, aparecen cuando los opuestos encuentran su punto perfecto de coincidencia.
Thelonius Monk Quartet with John Coltrane at Carnegie Hall
Blue Note
Y la diferencia final tiene que ver con su posición de artistas: si Monk es Picasso, el hombre al que las cosas se le presentan y que arma todo su universo a partir de una cantidad de recursos limitados –tan pocos que muchos se equivocan y lo consideran como un pianista de técnica cuestionable-, Coltrane tiene parecidos con Rodin, aquel que sólo encuentra inspiración cuando lucha contra su material, cuando la piedra o las notas se le resisten. Son célebres sus esfuerzos por arrancarle más acordes a su instrumento, las pruebas con el saxo soprano, la forma en que limaba las lengüetas para obtener sonidos inesperados.
Pese a todo lo que los separa, al escuchar estas grabaciones –algunas de las cuales cortan el aliento como ocurre con Monk’s mood, el primero de los temas- se siente un parentesco que tiene que ver con una disposición que Coltrane perdería muy pronto y que Monk acentuaría hasta el chiste final de decidir dejar de tocar: el humor. Por supuesto, un humor que se percibe hoy pero que pasó inadvertido para la audiencia para la cual por entonces la idea de la existencia de la música negra era un tema serio. Tocando algunos temas a la vieja usanza, con mucho arpegio, Monk induce a Coltrane a pensar. Sus enseñanzas livianas, sobre todo la de que hay varios caminos para una misma idea pero que cada camino es una idea distinta contrastan con las de Miles Davis (en cuyo quinteto había tocado Coltrane) para quien había una sola idea posible; esa exigencia que hace a la belleza de ciertos poetas, hay una única manera de nombrar las cosas en la que las cosas son verdaderas. Sólo la liviandad de Monk podía contrarrestar las exigencias de la poesía de Miles. Por otra parte, el trompetista decía que era imposible tocar con Monk porque no se sabía para qué lado saldría disparado.
Por todo esto, aunque es un disco de Monk –es el autor de todos los temas, salvo el standard Sweet and lovely y es suya la dirección general en que fluye la música- puede escucharse también como una etapa fundamental en la formación de las ideas de Coltrane que, como sucede cuando los grandes se juntan por azar o por destino, aparecen cuando los opuestos encuentran su punto perfecto de coincidencia.
Thelonius Monk Quartet with John Coltrane at Carnegie Hall
Blue Note
Cosas viejas II
Esto salió en la revista Cuadernos de Jazz.
LOS BUFONES DEL JAZZ
En la foto emblemática del bebop Dizzy Gillespie suele aparecer como el Ringo Starr de la nueva movida –con su típica boina francesa y haciendo alguna morisqueta-, junto a Charlie Parker, Monk y Miles Davis. Es que el hecho de haber sido el gracioso del grupo ha ido erosionando el poder de su música y su capacidad de pervivir en el tiempo. ¿Cuántas versiones se pueden escuchar hoy de A night in Tunisia o de Manteca, por nombrar sólo algunas de sus composiciones más conocidas? Cuentan las leyendas nacidas al borde de la calle 52, que Gillespie usó su humor y su predisposición a la payasada en escena para hacer más popular un estilo nacido para perdurar sólo entre una élite. La explicación se extiende a otros músicos que rescataron una flexión de la tradición negra: la celebración, el ánimo de fiesta. A Gillespie se pueden sumar, antes y después, a Louis Armstrong, Cab Calloway, Roland Kirk, el Art Ensemble de Chicago, Sun Ra, Lester Bowie, The Dirty Dozen Brass Band y, por momentos, a Pharoa Sanders.
De todos modos, aunque se acepten las “razones de mercado”–que parecen haber tenido cierta eficacia real si se considera el éxito que alcanzaron algunos de estos músicos, incluso muchas veces más allá de las fronteras del público jazzero- seguir las formas de su humor y los derroteros de su carrera puede servir para entender que esas actitudes estaban íntimamente vinculadas con una exploración.
Hay un gesto no demasiado habitual en Dizzy que es la blasfemia. Una de las muestras es Salt Peanuts, compuesto junto a Kenny Clarke y construído sobre I’got rythm de Gershwin, tema al que se sobreimprime el cántico típico de una cancha de béisbol. El gesto es contemporáneo a una película de los Hermanos Marx que repite de algún modo la escena. En Una noche en la ópera, cuando está por comenzar la ejecución de Il Trovatore, Groucho recorre el hall del teatro ofreciendo banderines y gorras. Para reforzar el efecto, desde el podio de la orquesta, Chico y Harpo cambian las partituras y lo que termina sonando es una marcha deportiva. El espacio “culto” de la ópera es invadido por aquello que se supone más bajo. Este humor que deteriora lo sagrado es el mismo que recorre esta perversión de Gershwin y también la conversión de Swing low,sweet Charriot, un célebre spiritual, en Swing low, sweet cadillac.
Recuperar este espíritu, que es el del circo, –que de algún modo retomará más adelante y de forma más plena Roland Kirk- es una forma del engaño hacia el poder. Si efectivamente Dizzy hacía pasos de comedia marxianos (como anunciar que va a presentar a los músicos y hacer que se saluden entre sí) era para que su audiencia no se diera cuenta de que lo que estaban escuchando pertenecía a un registro más complejo, o sea que el clown es un buen disfraz para ponerse a la hora de la pelea. Lo mismo que ocurrió cuando decidió vestirse con todos sus souvenirs de viaje- una bata de baño francesa, una toalla del Sheraton de Londres, unos anteojos comprados en Italia, una boquilla egipcia- para meterse en una pileta de lujo en la que se suponía que no debían nadar los negros. O como cuando al volver de unos recitales en Africa, se hizo pasar en Nueva York por el embajador de un país ficticio ayudado por un traje típico mientras sus músicos, de saco oscuro y anteojos negros, hacían las veces de guardaespaldas.
El ancho mundo del pop
Puede que este recurso haya sido aprendido por Dizzy en su paso por la
orquesta de Cab Calloway, otro devoto de mezclar la música con el humor. Para entender dónde estaba parado Calloway no basta con saber que sus músicos se tiraban cosas mientras él interpretaba baladas sino recordar su interpretación de The man in the mountain o la notable versión de Saint James Infirmary que acompañaba algunos de los cartoons de Betty Boop. Es que lo que el humor pone en evidencia es una relación conflictiva del jazz con la cultura popular. Si por un lado, Coltrane podía convertir a una melodía tan mainstream como My favorite things en una especie de zona de investigación y escuchar las versiones pop de Bye, bye Blackbird demuestra que Miles Davis estaba haciendo otra cosa, los que podrían llamarse los “bufones del jazz” navegaban en aguas más barrosas.
De hecho, los orígenes del jazz son oscuros en más de un sentido. Y el espíritu de New Orleans mezcla lo festivo y lo religioso. El cruce que emprende Gillespie con Sweet low, sweet cadillac, entonces, es interior y se queda un límite entre fronteras. Lo mismo ocurre cuando crea el afrocuban jazz. Los ritmos que allí se fusionan no pierden su identidad mientras están asistiendo al nacimiento de algo nuevo que no lo es tanto. Lo cubano y el jazz remiten a un origen en común, pero también a historias que recorren caminos diferentes. Y Gillespie prefiere mantener una suerte de estado en tiempo presente, pues su actitud ante los “retornos a Africa” y la adopción de nombres musulmanes siempre fue desconfiada. Para él, como cuenta en sus memorias, los rebautizos son una forma de perder negritud.
El blues de la risa
En aquellos cartoons de Betty Boop también participaba Louis Armstrong. Y se puede decir que de manera más “comprometida” que Calloway. De hecho, en uno de ellos, titulado I´ll be glad when you dead, you rascal you –cuyo grado de explicitación sexual dejaba chica a la caricatura de Richard Fleischer, tan perseguida por la censura[1]- , su cara se transforma en un dibujo animado, en un guerrero africano que persigue a los amigos de Betty sin poder alcanzarlos. La cercanía de Satchmo con la cultura popular es la más directa que haya tenido cualquier jazzman. Baste recordar su participación en Cinco monedas en la fuente, o su interpretación de Hello, Dolly o This wonderful world. Esto le valió no pocas críticas, parecía algo así como un negro domesticado, que aceptaba sin reparos su lugar subalterno. Armstrong no desconocía este lugar social, pero a su manera luchaba contra él. Y la zona de pelea era la cultura popular. Ahí se retratan las contradicciones de una forma de hacer música que nunca terminó de ser aceptada en su país. El humor es la zona de conflicto. En su crítica a los discos que grabó con Ella Fitzgerald, The Penguin guide to jazz on CD argumenta cierta incomodidad de Armstrong con la elegancia de Ella, acostumbrado como estaba al despliegue desaforado de Vilma Medleton. Basta ver algunos videos para comprobar cómo funcionaban los más de 150 kilos de Vilma arrástrandose literalmente por el escenario ante las carcajadas de Armstrong y de sus compañeros. La risa es una constante en Satchmo y su sonrisa un ícono. Puede adivinársela en esas grabaciones con Ella, colocando la ironía necesaria –que para él era un gesto natural- cuando interpreta las letras melosas y harto transitadas de Cheek to cheek o Tenderly.
Así dividía su vida musical, la ironía, que a veces llega al sarcasmo, en territorio extraño, la risa en el propio. Basta escuchar sus Conciertos de California para encontrarse ante un coro de carcajadas que no parece cesar nunca y que se hace más pleno cuando entra en polémica con el bebop y en especial con Dizzy Gillespie (al que elige explícitamente como su contendiente) en el tema The whiffenpoof song. La dedicatoria a “Dizzy Gillespie and all the boys of the bebop factory” es una muestra de sutileza. En medio de una canción al más puro estilo Dixieland, Satchmo introduce el scat “Bah, bah, bebop”. Luego harían las paces y las imágenes de algún video perdido muestran a Armstrong con fingido rostro de asombro ante un tour de force de Gillespie.
No es casual que Lester Bowie ensayara su trompeta con la ventana de su casa en St. Louis abierta, con la secreta esperanza de que por allí pasara Louis Armstrong y lo escuchara. Hay muchos puntos de contacto en el sentido de humor que ambos desplegaron en su música. Dejando de lado los disfraces de cocinero o albañil con que Bowie se presentaba en público –tanto junto al Art Ensemble de Chicago como en sus actuaciones solistas-, su tratamiento del pop es de una ironía no siempre fácil de llevar a buen puerto: dejando en pie la belleza, o mejor aún, haciéndola posible. En ese sentido, es emblemática su versión de The great pretender. Los casi diecisiete minutos que le dedica a este éxito de Los Plateros demuestra el mecanismo usado por Bowie-no siempre con éxito, es cierto, Avant pop, con temas de Michael Jackson o Willie Nelson es un disco fallido- para romper la frontera del standard. Por un lado se trata de deconstruir desde la farsa, del otro de llevar la melodía a un derrotero imprevisto. Lo satírico está en los cantantes que exageran la letra ya de por sí imposible de The great pretender, el resto es la experiencia vanguardista adquirida por Bowie en el Art Ensemble de Chicago. Es en este punto en el que justifica su calificación por varios críticos como el anti-Wynton Marsalis. La tradición está fuera del tiempo. O, para decirlo de otro modo, se conjuga en tiempo presente haciendo convivir escuelas y tendencias en un mismo rango. Esta decisión es también parte del efecto humorístico que produce Bowie. Una parade al más puro estilo New Orleans vive en el mismo tema con el reggae y el bop. Como muestra de esto valga su composición Come back, Jamaica, incluida en su disco I only have eyes four you, casualmente otro título de la gran maquinaria pop norteamericana. Su último disco es una puesta en evidencia de este proyecto, ya desde la manera de nombrar aquello que hace: The Odissey of Funk & Popular Music. En el repertorio está casi todo: de Puccini (es un buen ejercicio comparar la versión de Bowie de Nesum Dorma con la Enrico Rava) a las Spice Girls, desde Madonna al hip hop. Algo de ese espíritu, en clave aún más explícitamente festiva, puede encontrarse en el trabajo de la Dirty Dozen Brass Band, con quien tocara, y no debe ser casualidad, Dizzy Gillespie.
Una noche en el circo
Entre todos estos bufones, quien más se acomoda -cultural y musicalmente- a esta categoría es Roland Kirk. Factótum de grandes fiestas como la que obligó a cerrar el Ronnie Scott de Londres, luego de que la policía reprimiera un recital donde Kirk repartió silbatos entre el público hasta convertir la sala en una ensordecedora caja de resonancia, este gran admirador de Coltrane llevó aún más lejos la indagatoria en la cultura popular que sonaba a su alrededor. No sólo se animó a hacer Love me do en los momentos de mayor auge de los Beatles sino que parte de su repertorio parece haberse confeccionado siguiendo la lista de los charts de grandes éxitos. The entertainer, el hit de la película El golpe fue convertido por Kirk en un blues impecable; tropezó con I´ll be seeing you, armó una fiesta bebop con El paso del elefantito y Peter Gunn, naufragó en el kitsch al versionar a Gershwin y Tchaikowski, hizo maravillas con The creole love call de Ellington.
Kirk es, en definitiva, un caso poco claro, porque constantemente oscila entre hacer propias las composiciones ajenas y dejarlas libradas a su suerte. Un buen ejemplo de esto es su disco Volunteered slavery, grabado en vivo entre 1968 y 1969 y que da, entre otras cosas, muestras de su raro humor, al anunciar un tema diciendo que se perdió y se quedó ciego con las luces. Pero todo el trabajo puede escucharse con un work in progress: citas de Hey Jude en su propio tema Volunteered slavery, una caída estrepitosa en Mon Cherie Amour, de Stevie Wonder, pese a la notable ejecución en flauta traversa, un comienzo poco prometedor en I say a little prayer – que Aretha Franklin convirtió en hit- que desemboca en una versión espectacular, y como cierre un conmovedor homenaje a Coltrane.
Roland Kirk terminó por ser víctima de esa falta de identidad que él considero un requisito para la búsqueda de su propia forma de conectar al jazz con la música popular de su tiempo. Y que seguramente dio dos síntomas que lo convirtieron en otro de los grandes subvaluados de esta historia. Por un lado, la orgullosa iconografía que lo suele mostrar soplando tres saxofones – o variantes del intrumento, como el stricht o el manzello- al unísono. La otra, consagrada por él mismo durante la grabación de su disco más exitoso- Natural Black Inventions: Root Strata- transformado en hombre orquesta, un número de circo, capaz de soplar una flauta traversa mientras agita su cuerpo para hacer sonar las panderetas que lleva atadas a piernas y brazos. Los gestos y las palabras de Roland Kirk lo emparentan con la locura, esta vez bajo el disfraz del payaso. Si bien sus contemporáneos fueron generosos con él- baste recordar los encendidos elogios que le dedicó Mingus y la amistad con Coltrane-, la historia le resulta bastante avara. Si bien Kirk fue un compositor bastante abundante, un recorrido actual por su perdurabilidad sólo da como señal una versión de The inflated tear a cargo de Dave Douglas –siempre dispuesto a buscar por todos los desvanes, cuanto más arrumbados mejor. Seguramente Douglas, junto a Don Byron, sea el último de los humoristas. ¿De qué otra manera entender que alguien pretenda ejecutar a Liszt como si fuera jazz o interpretar Goldfinger con toques klezmer? Pero hoy el humor, siendo posmoderno, pasa más por la cita, por cierta seriedad a lo Buster Keaton, que por esa carcajada franca que evoca el escuchar a esos bufones que se ríen hasta del olvido.
[1] La canción fue primero interpretada por Andy Kirk y formaba parte habitual del repertorio de Cab Calloway, quien hizo modificaciones a la letra, un permanente juego de palabras en torno a alguien, el “rascal” del título que traiciona la hospitalidad de su amigo seduciendo a su esposa. Armstrong agrega de su propia cosecha la siguiente estrofa: “You bought my wife a bottle of Coca Cola/ So you could play on her vitrola”.
LOS BUFONES DEL JAZZ
En la foto emblemática del bebop Dizzy Gillespie suele aparecer como el Ringo Starr de la nueva movida –con su típica boina francesa y haciendo alguna morisqueta-, junto a Charlie Parker, Monk y Miles Davis. Es que el hecho de haber sido el gracioso del grupo ha ido erosionando el poder de su música y su capacidad de pervivir en el tiempo. ¿Cuántas versiones se pueden escuchar hoy de A night in Tunisia o de Manteca, por nombrar sólo algunas de sus composiciones más conocidas? Cuentan las leyendas nacidas al borde de la calle 52, que Gillespie usó su humor y su predisposición a la payasada en escena para hacer más popular un estilo nacido para perdurar sólo entre una élite. La explicación se extiende a otros músicos que rescataron una flexión de la tradición negra: la celebración, el ánimo de fiesta. A Gillespie se pueden sumar, antes y después, a Louis Armstrong, Cab Calloway, Roland Kirk, el Art Ensemble de Chicago, Sun Ra, Lester Bowie, The Dirty Dozen Brass Band y, por momentos, a Pharoa Sanders.
De todos modos, aunque se acepten las “razones de mercado”–que parecen haber tenido cierta eficacia real si se considera el éxito que alcanzaron algunos de estos músicos, incluso muchas veces más allá de las fronteras del público jazzero- seguir las formas de su humor y los derroteros de su carrera puede servir para entender que esas actitudes estaban íntimamente vinculadas con una exploración.
Hay un gesto no demasiado habitual en Dizzy que es la blasfemia. Una de las muestras es Salt Peanuts, compuesto junto a Kenny Clarke y construído sobre I’got rythm de Gershwin, tema al que se sobreimprime el cántico típico de una cancha de béisbol. El gesto es contemporáneo a una película de los Hermanos Marx que repite de algún modo la escena. En Una noche en la ópera, cuando está por comenzar la ejecución de Il Trovatore, Groucho recorre el hall del teatro ofreciendo banderines y gorras. Para reforzar el efecto, desde el podio de la orquesta, Chico y Harpo cambian las partituras y lo que termina sonando es una marcha deportiva. El espacio “culto” de la ópera es invadido por aquello que se supone más bajo. Este humor que deteriora lo sagrado es el mismo que recorre esta perversión de Gershwin y también la conversión de Swing low,sweet Charriot, un célebre spiritual, en Swing low, sweet cadillac.
Recuperar este espíritu, que es el del circo, –que de algún modo retomará más adelante y de forma más plena Roland Kirk- es una forma del engaño hacia el poder. Si efectivamente Dizzy hacía pasos de comedia marxianos (como anunciar que va a presentar a los músicos y hacer que se saluden entre sí) era para que su audiencia no se diera cuenta de que lo que estaban escuchando pertenecía a un registro más complejo, o sea que el clown es un buen disfraz para ponerse a la hora de la pelea. Lo mismo que ocurrió cuando decidió vestirse con todos sus souvenirs de viaje- una bata de baño francesa, una toalla del Sheraton de Londres, unos anteojos comprados en Italia, una boquilla egipcia- para meterse en una pileta de lujo en la que se suponía que no debían nadar los negros. O como cuando al volver de unos recitales en Africa, se hizo pasar en Nueva York por el embajador de un país ficticio ayudado por un traje típico mientras sus músicos, de saco oscuro y anteojos negros, hacían las veces de guardaespaldas.
El ancho mundo del pop
Puede que este recurso haya sido aprendido por Dizzy en su paso por la
orquesta de Cab Calloway, otro devoto de mezclar la música con el humor. Para entender dónde estaba parado Calloway no basta con saber que sus músicos se tiraban cosas mientras él interpretaba baladas sino recordar su interpretación de The man in the mountain o la notable versión de Saint James Infirmary que acompañaba algunos de los cartoons de Betty Boop. Es que lo que el humor pone en evidencia es una relación conflictiva del jazz con la cultura popular. Si por un lado, Coltrane podía convertir a una melodía tan mainstream como My favorite things en una especie de zona de investigación y escuchar las versiones pop de Bye, bye Blackbird demuestra que Miles Davis estaba haciendo otra cosa, los que podrían llamarse los “bufones del jazz” navegaban en aguas más barrosas.
De hecho, los orígenes del jazz son oscuros en más de un sentido. Y el espíritu de New Orleans mezcla lo festivo y lo religioso. El cruce que emprende Gillespie con Sweet low, sweet cadillac, entonces, es interior y se queda un límite entre fronteras. Lo mismo ocurre cuando crea el afrocuban jazz. Los ritmos que allí se fusionan no pierden su identidad mientras están asistiendo al nacimiento de algo nuevo que no lo es tanto. Lo cubano y el jazz remiten a un origen en común, pero también a historias que recorren caminos diferentes. Y Gillespie prefiere mantener una suerte de estado en tiempo presente, pues su actitud ante los “retornos a Africa” y la adopción de nombres musulmanes siempre fue desconfiada. Para él, como cuenta en sus memorias, los rebautizos son una forma de perder negritud.
El blues de la risa
En aquellos cartoons de Betty Boop también participaba Louis Armstrong. Y se puede decir que de manera más “comprometida” que Calloway. De hecho, en uno de ellos, titulado I´ll be glad when you dead, you rascal you –cuyo grado de explicitación sexual dejaba chica a la caricatura de Richard Fleischer, tan perseguida por la censura[1]- , su cara se transforma en un dibujo animado, en un guerrero africano que persigue a los amigos de Betty sin poder alcanzarlos. La cercanía de Satchmo con la cultura popular es la más directa que haya tenido cualquier jazzman. Baste recordar su participación en Cinco monedas en la fuente, o su interpretación de Hello, Dolly o This wonderful world. Esto le valió no pocas críticas, parecía algo así como un negro domesticado, que aceptaba sin reparos su lugar subalterno. Armstrong no desconocía este lugar social, pero a su manera luchaba contra él. Y la zona de pelea era la cultura popular. Ahí se retratan las contradicciones de una forma de hacer música que nunca terminó de ser aceptada en su país. El humor es la zona de conflicto. En su crítica a los discos que grabó con Ella Fitzgerald, The Penguin guide to jazz on CD argumenta cierta incomodidad de Armstrong con la elegancia de Ella, acostumbrado como estaba al despliegue desaforado de Vilma Medleton. Basta ver algunos videos para comprobar cómo funcionaban los más de 150 kilos de Vilma arrástrandose literalmente por el escenario ante las carcajadas de Armstrong y de sus compañeros. La risa es una constante en Satchmo y su sonrisa un ícono. Puede adivinársela en esas grabaciones con Ella, colocando la ironía necesaria –que para él era un gesto natural- cuando interpreta las letras melosas y harto transitadas de Cheek to cheek o Tenderly.
Así dividía su vida musical, la ironía, que a veces llega al sarcasmo, en territorio extraño, la risa en el propio. Basta escuchar sus Conciertos de California para encontrarse ante un coro de carcajadas que no parece cesar nunca y que se hace más pleno cuando entra en polémica con el bebop y en especial con Dizzy Gillespie (al que elige explícitamente como su contendiente) en el tema The whiffenpoof song. La dedicatoria a “Dizzy Gillespie and all the boys of the bebop factory” es una muestra de sutileza. En medio de una canción al más puro estilo Dixieland, Satchmo introduce el scat “Bah, bah, bebop”. Luego harían las paces y las imágenes de algún video perdido muestran a Armstrong con fingido rostro de asombro ante un tour de force de Gillespie.
No es casual que Lester Bowie ensayara su trompeta con la ventana de su casa en St. Louis abierta, con la secreta esperanza de que por allí pasara Louis Armstrong y lo escuchara. Hay muchos puntos de contacto en el sentido de humor que ambos desplegaron en su música. Dejando de lado los disfraces de cocinero o albañil con que Bowie se presentaba en público –tanto junto al Art Ensemble de Chicago como en sus actuaciones solistas-, su tratamiento del pop es de una ironía no siempre fácil de llevar a buen puerto: dejando en pie la belleza, o mejor aún, haciéndola posible. En ese sentido, es emblemática su versión de The great pretender. Los casi diecisiete minutos que le dedica a este éxito de Los Plateros demuestra el mecanismo usado por Bowie-no siempre con éxito, es cierto, Avant pop, con temas de Michael Jackson o Willie Nelson es un disco fallido- para romper la frontera del standard. Por un lado se trata de deconstruir desde la farsa, del otro de llevar la melodía a un derrotero imprevisto. Lo satírico está en los cantantes que exageran la letra ya de por sí imposible de The great pretender, el resto es la experiencia vanguardista adquirida por Bowie en el Art Ensemble de Chicago. Es en este punto en el que justifica su calificación por varios críticos como el anti-Wynton Marsalis. La tradición está fuera del tiempo. O, para decirlo de otro modo, se conjuga en tiempo presente haciendo convivir escuelas y tendencias en un mismo rango. Esta decisión es también parte del efecto humorístico que produce Bowie. Una parade al más puro estilo New Orleans vive en el mismo tema con el reggae y el bop. Como muestra de esto valga su composición Come back, Jamaica, incluida en su disco I only have eyes four you, casualmente otro título de la gran maquinaria pop norteamericana. Su último disco es una puesta en evidencia de este proyecto, ya desde la manera de nombrar aquello que hace: The Odissey of Funk & Popular Music. En el repertorio está casi todo: de Puccini (es un buen ejercicio comparar la versión de Bowie de Nesum Dorma con la Enrico Rava) a las Spice Girls, desde Madonna al hip hop. Algo de ese espíritu, en clave aún más explícitamente festiva, puede encontrarse en el trabajo de la Dirty Dozen Brass Band, con quien tocara, y no debe ser casualidad, Dizzy Gillespie.
Una noche en el circo
Entre todos estos bufones, quien más se acomoda -cultural y musicalmente- a esta categoría es Roland Kirk. Factótum de grandes fiestas como la que obligó a cerrar el Ronnie Scott de Londres, luego de que la policía reprimiera un recital donde Kirk repartió silbatos entre el público hasta convertir la sala en una ensordecedora caja de resonancia, este gran admirador de Coltrane llevó aún más lejos la indagatoria en la cultura popular que sonaba a su alrededor. No sólo se animó a hacer Love me do en los momentos de mayor auge de los Beatles sino que parte de su repertorio parece haberse confeccionado siguiendo la lista de los charts de grandes éxitos. The entertainer, el hit de la película El golpe fue convertido por Kirk en un blues impecable; tropezó con I´ll be seeing you, armó una fiesta bebop con El paso del elefantito y Peter Gunn, naufragó en el kitsch al versionar a Gershwin y Tchaikowski, hizo maravillas con The creole love call de Ellington.
Kirk es, en definitiva, un caso poco claro, porque constantemente oscila entre hacer propias las composiciones ajenas y dejarlas libradas a su suerte. Un buen ejemplo de esto es su disco Volunteered slavery, grabado en vivo entre 1968 y 1969 y que da, entre otras cosas, muestras de su raro humor, al anunciar un tema diciendo que se perdió y se quedó ciego con las luces. Pero todo el trabajo puede escucharse con un work in progress: citas de Hey Jude en su propio tema Volunteered slavery, una caída estrepitosa en Mon Cherie Amour, de Stevie Wonder, pese a la notable ejecución en flauta traversa, un comienzo poco prometedor en I say a little prayer – que Aretha Franklin convirtió en hit- que desemboca en una versión espectacular, y como cierre un conmovedor homenaje a Coltrane.
Roland Kirk terminó por ser víctima de esa falta de identidad que él considero un requisito para la búsqueda de su propia forma de conectar al jazz con la música popular de su tiempo. Y que seguramente dio dos síntomas que lo convirtieron en otro de los grandes subvaluados de esta historia. Por un lado, la orgullosa iconografía que lo suele mostrar soplando tres saxofones – o variantes del intrumento, como el stricht o el manzello- al unísono. La otra, consagrada por él mismo durante la grabación de su disco más exitoso- Natural Black Inventions: Root Strata- transformado en hombre orquesta, un número de circo, capaz de soplar una flauta traversa mientras agita su cuerpo para hacer sonar las panderetas que lleva atadas a piernas y brazos. Los gestos y las palabras de Roland Kirk lo emparentan con la locura, esta vez bajo el disfraz del payaso. Si bien sus contemporáneos fueron generosos con él- baste recordar los encendidos elogios que le dedicó Mingus y la amistad con Coltrane-, la historia le resulta bastante avara. Si bien Kirk fue un compositor bastante abundante, un recorrido actual por su perdurabilidad sólo da como señal una versión de The inflated tear a cargo de Dave Douglas –siempre dispuesto a buscar por todos los desvanes, cuanto más arrumbados mejor. Seguramente Douglas, junto a Don Byron, sea el último de los humoristas. ¿De qué otra manera entender que alguien pretenda ejecutar a Liszt como si fuera jazz o interpretar Goldfinger con toques klezmer? Pero hoy el humor, siendo posmoderno, pasa más por la cita, por cierta seriedad a lo Buster Keaton, que por esa carcajada franca que evoca el escuchar a esos bufones que se ríen hasta del olvido.
[1] La canción fue primero interpretada por Andy Kirk y formaba parte habitual del repertorio de Cab Calloway, quien hizo modificaciones a la letra, un permanente juego de palabras en torno a alguien, el “rascal” del título que traiciona la hospitalidad de su amigo seduciendo a su esposa. Armstrong agrega de su propia cosecha la siguiente estrofa: “You bought my wife a bottle of Coca Cola/ So you could play on her vitrola”.
Cosas viejas
FUTBOL: Esto salió en Clarín, cortado por la mitad: no sé si mejora completo, pero en homenaje a la verdad o algo así..
Una pelota, muchas culturas
Amagó con convertirse en polémica, pero el propio Maradona, invocando su amor por los colores nacionales, logró que nadie se ofendiera porque se puso la camiseta brasilera para filmar una publicidad. Por otra parte, un diario que no es Clarín puso como ícono de su concurso mundialista a un caballero inglés. El hecho de la presencia de los dos principales “enemigos” futboleros de la Argentina en esas publicidades no hace más que reflejar la dificultad para convivir que tienen dos mensajes, el del consumo, por un lado, y el de la supuesta vocación deportiva por otro. Una dificultad que se refleja también en el hecho de que un patadura de aquellos, el francés Eric Cantoná, famoso también por haberse trenzado a patadas de karate con un espectador al final de un partido, se dedique a celebrar un aspecto del fútbol poco realista, el de las piruetas de Ronaldinho y el francés Thierry Henry, que por algo suceden en una cancha muy de vez en cuando.
Estos tres ejemplos muestran la existencia de una batalla: la del juego real –representado por la historia verdadera de Cantoná, que hoy parece manejar la ONG que faltaba, la del “jogo bonito”- y la de la promesa de aquello que se hace simplemente por placer, sin que medien presiones ni dinero. Aquí parece triunfar la utopía. En las publicidades con colores brasileños o ingleses, la realidad es la que termina por imponerse. Una cantidad irresistible de dólares para Maradona, o el hecho de que los ingleses sean los inventores del juego, dos hechos igualmente irrefutables. Esa incompatibilidad, que ya se dio en otros mundiales –vaya como mero ejemplo, una publicidad del 2002 en el que Verón entregaba la camiseta a cambio de una papa frita- hoy se muestra aún más tensa.
Vamos todos juntos
La celebración del Mundial de Alemania encuentra al fútbol en el punto de llegada de un proceso que se viene gestando hace bastante tiempo. Se suele subrayar que se repiten en la cancha ideologías, gestos, actitudes e incluso bajezas que forman parte de otras esferas de la vida. Es más, se dice que “se juega como se vive” y que existe un fútbol de derecha o de izquierda. Más allá de que se acuerde con estas afirmaciones –que suelen venir del ala progresista, identificada básicamente en César Luis Menotti y Jorge Valdano-, se viene dando un movimiento en el que ciertos aspectos de la realidad empiezan a modelarse siguiendo al fútbol, que por otra parte, para bien o para mal, va transformándose paulatinamente en una cultura, es decir algo que excede al juego y que incluye un sistema propio de valores, códigos que definen el límite de lo ético y lo que no lo es, ritos y estrategias para difundirse.
Para poder constituirse como tal, el fútbol, seguramente de la mano de la televisión, pero no hay que descartar evoluciones propias, ha ido incorporando públicos a los que rechazaba históricamente. El primero de todos lo componen las mujeres. Por mucho tiempo las mujeres emblemáticas que participaban del juego eran todo menos femeninas. Una era la “Gorda Matosas”, emblema de Ríver, envuelta en su bandera, gritona, con un bozo excesivo y de vestimenta descuidada. La otra, la Raulito, devota de los colores de Boca, que detestaba su condición de mujer (y por lo tanto la escondía) porque la alejaba de la práctica del fútbol. Hoy, las porristas que acompañan a casi todos los equipos de primera y a algunos de segunda exhiben cuanta turgencia se supone forma parte hoy del ideal de belleza de mujer. Al mismo tiempo, los programas deportivos se solazan con las damas que insultan a jugadores –propios y contrarios- técnicos y dirigentes con una abundancia de recursos lingüísticos que enrojecería a más de un barrabrava.
También los ricos estuvieron –al menos emblemáticamente- excluidos mucho tiempo. Hoy, Mauricio Macri, Fernando Marín y representantes de jugadores mediante, ya fueron incorporados al paisaje del fútbol. Pero sin embargo, pueden estar allí siempre que toleren quedar expuestos a que se les reclame no cumplir con lo que se esperaba de bolsillos holgados como los suyos. Maradona comparó a Macri con el cartonero Báez, y más recientemente, las hinchadas de San Lorenzo, de Racing y de Quilmes, de frustrantes campañas, en vez de recriminar a los jugadores o al director técnico como era costumbre, insultan al presidente, quien se supone no gastó lo necesario para formar un equipo mejor.
Durante mucho tiempo, la izquierda consideró que el fútbol era una variante más o menos espectacular y deportiva del opio de los pueblos –véase la columna de Beatriz Sarlo del 21 de mayo en la revista Viva. Sin embargo, también hay lugar para las reflexiones celebratorias como las de Osvaldo Bayer y Eduardo Galeano, por nombrar sólo a unos pocos izquierdistas reconocidos.
Otras incorporaciones, más políticamente correctas, tendrán que esperar. Las restringidas metáforas sexuales de las hinchadas–que apuntan casi inevitablemente a la parte trasera del contrario- no parecen permitir que haya lugar para los gays, quienes –dentro de una política más amplia de búsquedas legales y sociales de inclusión- han organizado un Mundial propio a celebrarse en la Argentina el año próximo.
Entre el marketing y el aguante
Estas incorporaciones de nuevos públicos sucede por arriba y por debajo de la línea social. Mauricio Macri ha sido pionero en el territorio de la venta de souvenirs que van desde las obvias camisetas a útiles de colegio y ropa interior para la dama y el caballero, todo con colores azul y oro. Pero sus dos últimos avances tienen un matiz diferenciado. Uno es una flotilla de taxis, por ahora con un poco más de veinte móviles que recorren la ciudad identificados con los colores de Boca. Una manera de marcar un territorio, al que apela por otro lado a gobernar. Y recientemente ha anunciado un contrato de su club con el cementerio Parque Iraola, situado en el partido de Berazategui, por el cual quienes así lo deseen pueden ser enterrados en una zona absolutamente identificada con los colores y emblemas de Boca. Cada parcela cuesta entre 4.000 y 15.000 pesos. El hecho, que tiene aristas risueñas puede leerse como una metáfora del marketing, como suele suceder en este territorio, un tanto obvia. La muerte no es frontera para la pasión, por otra parte es mostrar que el poder de Boca no tiene límites y se extiende al más allá. El fútbol ha agrandado el circuito del consumo, que es también una forma de incorporación de sectores de la población. El souvenir –una línea que tratan de imitar otros clubes con bastante menos éxito- permite también entusiasmar a los niños para que definan sus preferencias futboleras vía compra de objetos. Entonces se disputa así no sólo una preferencia por un club u otro sino también un mercado presente y futuro.
La otra incorporación, si puede decirse así, va por abajo. En la primera mitad de los 70, Luis Alberto Spinetta grabó con su grupo Invisible “El anillo del Capitán Beto”, en el que muchos vieron un homenaje al “Beto” Alonso, por entonces gran ídolo en Ríver, una alusión reforzada por la presencia en la consola de la nave espacial “hecha en Haedo” de un banderín rojo y blanco. Para entonces, y por mucho tiempo, que el rock tuviera algo que ver con el fútbol era una rareza y el capitán Beto uno de los tantos caprichos de la mente insondable del Flaco.
“Ir a un show de Los Redondos” –dice Sergio Marchi en su polémico y valiente El rock perdido (2005)-, ya en los 90, no más ni menos que ir a un partido de fútbol. Con los mismos trapos, las mismas luces, los mismos riesgos y, lo peor de todo, con la misma mentalidad cavernaria que hace de la violencia un condimento natural de cualquier tribuna de fútbol.” El pogo, los trapos, el deseo del público de que lo que sucede alrededor sea más importante que lo que viene del escenario –se suele decir que el “verdadero espectáculo está en las tribunas”, sobre todo cuando se habla de la hinchada de Rácing- emparentan a rockeros e hinchas. Y para muchos, las bengalas (las mismas que produjeron la tragedia de Cromañon) son una importación que llegó del fútbol de la mano de la llamada “cultura del aguante”, que consiste sucintamente en la elevación de la pasión a valor único y a la celebración del fanatismo (por una camiseta o por un conjunto de rock) como un sentimiento no sólo comprensible sino también deseable, o en el mejor de los casos pintoresco, como se ocupa de mostrar el programa “El Aguante”, que emite TyC Sports.
Entonces el escenario que rodea a este mundial, que su vez lo resume, es la de una cultura que se va ampliando y extendiendo, en la cual los ricos encuentran una forma de ligarse a su comunidad que en muchas ocasiones es un buen negocio, y los pobres algo que los represente, cuando ya nada parece hacerlo.
Una pelota, muchas culturas
Amagó con convertirse en polémica, pero el propio Maradona, invocando su amor por los colores nacionales, logró que nadie se ofendiera porque se puso la camiseta brasilera para filmar una publicidad. Por otra parte, un diario que no es Clarín puso como ícono de su concurso mundialista a un caballero inglés. El hecho de la presencia de los dos principales “enemigos” futboleros de la Argentina en esas publicidades no hace más que reflejar la dificultad para convivir que tienen dos mensajes, el del consumo, por un lado, y el de la supuesta vocación deportiva por otro. Una dificultad que se refleja también en el hecho de que un patadura de aquellos, el francés Eric Cantoná, famoso también por haberse trenzado a patadas de karate con un espectador al final de un partido, se dedique a celebrar un aspecto del fútbol poco realista, el de las piruetas de Ronaldinho y el francés Thierry Henry, que por algo suceden en una cancha muy de vez en cuando.
Estos tres ejemplos muestran la existencia de una batalla: la del juego real –representado por la historia verdadera de Cantoná, que hoy parece manejar la ONG que faltaba, la del “jogo bonito”- y la de la promesa de aquello que se hace simplemente por placer, sin que medien presiones ni dinero. Aquí parece triunfar la utopía. En las publicidades con colores brasileños o ingleses, la realidad es la que termina por imponerse. Una cantidad irresistible de dólares para Maradona, o el hecho de que los ingleses sean los inventores del juego, dos hechos igualmente irrefutables. Esa incompatibilidad, que ya se dio en otros mundiales –vaya como mero ejemplo, una publicidad del 2002 en el que Verón entregaba la camiseta a cambio de una papa frita- hoy se muestra aún más tensa.
Vamos todos juntos
La celebración del Mundial de Alemania encuentra al fútbol en el punto de llegada de un proceso que se viene gestando hace bastante tiempo. Se suele subrayar que se repiten en la cancha ideologías, gestos, actitudes e incluso bajezas que forman parte de otras esferas de la vida. Es más, se dice que “se juega como se vive” y que existe un fútbol de derecha o de izquierda. Más allá de que se acuerde con estas afirmaciones –que suelen venir del ala progresista, identificada básicamente en César Luis Menotti y Jorge Valdano-, se viene dando un movimiento en el que ciertos aspectos de la realidad empiezan a modelarse siguiendo al fútbol, que por otra parte, para bien o para mal, va transformándose paulatinamente en una cultura, es decir algo que excede al juego y que incluye un sistema propio de valores, códigos que definen el límite de lo ético y lo que no lo es, ritos y estrategias para difundirse.
Para poder constituirse como tal, el fútbol, seguramente de la mano de la televisión, pero no hay que descartar evoluciones propias, ha ido incorporando públicos a los que rechazaba históricamente. El primero de todos lo componen las mujeres. Por mucho tiempo las mujeres emblemáticas que participaban del juego eran todo menos femeninas. Una era la “Gorda Matosas”, emblema de Ríver, envuelta en su bandera, gritona, con un bozo excesivo y de vestimenta descuidada. La otra, la Raulito, devota de los colores de Boca, que detestaba su condición de mujer (y por lo tanto la escondía) porque la alejaba de la práctica del fútbol. Hoy, las porristas que acompañan a casi todos los equipos de primera y a algunos de segunda exhiben cuanta turgencia se supone forma parte hoy del ideal de belleza de mujer. Al mismo tiempo, los programas deportivos se solazan con las damas que insultan a jugadores –propios y contrarios- técnicos y dirigentes con una abundancia de recursos lingüísticos que enrojecería a más de un barrabrava.
También los ricos estuvieron –al menos emblemáticamente- excluidos mucho tiempo. Hoy, Mauricio Macri, Fernando Marín y representantes de jugadores mediante, ya fueron incorporados al paisaje del fútbol. Pero sin embargo, pueden estar allí siempre que toleren quedar expuestos a que se les reclame no cumplir con lo que se esperaba de bolsillos holgados como los suyos. Maradona comparó a Macri con el cartonero Báez, y más recientemente, las hinchadas de San Lorenzo, de Racing y de Quilmes, de frustrantes campañas, en vez de recriminar a los jugadores o al director técnico como era costumbre, insultan al presidente, quien se supone no gastó lo necesario para formar un equipo mejor.
Durante mucho tiempo, la izquierda consideró que el fútbol era una variante más o menos espectacular y deportiva del opio de los pueblos –véase la columna de Beatriz Sarlo del 21 de mayo en la revista Viva. Sin embargo, también hay lugar para las reflexiones celebratorias como las de Osvaldo Bayer y Eduardo Galeano, por nombrar sólo a unos pocos izquierdistas reconocidos.
Otras incorporaciones, más políticamente correctas, tendrán que esperar. Las restringidas metáforas sexuales de las hinchadas–que apuntan casi inevitablemente a la parte trasera del contrario- no parecen permitir que haya lugar para los gays, quienes –dentro de una política más amplia de búsquedas legales y sociales de inclusión- han organizado un Mundial propio a celebrarse en la Argentina el año próximo.
Entre el marketing y el aguante
Estas incorporaciones de nuevos públicos sucede por arriba y por debajo de la línea social. Mauricio Macri ha sido pionero en el territorio de la venta de souvenirs que van desde las obvias camisetas a útiles de colegio y ropa interior para la dama y el caballero, todo con colores azul y oro. Pero sus dos últimos avances tienen un matiz diferenciado. Uno es una flotilla de taxis, por ahora con un poco más de veinte móviles que recorren la ciudad identificados con los colores de Boca. Una manera de marcar un territorio, al que apela por otro lado a gobernar. Y recientemente ha anunciado un contrato de su club con el cementerio Parque Iraola, situado en el partido de Berazategui, por el cual quienes así lo deseen pueden ser enterrados en una zona absolutamente identificada con los colores y emblemas de Boca. Cada parcela cuesta entre 4.000 y 15.000 pesos. El hecho, que tiene aristas risueñas puede leerse como una metáfora del marketing, como suele suceder en este territorio, un tanto obvia. La muerte no es frontera para la pasión, por otra parte es mostrar que el poder de Boca no tiene límites y se extiende al más allá. El fútbol ha agrandado el circuito del consumo, que es también una forma de incorporación de sectores de la población. El souvenir –una línea que tratan de imitar otros clubes con bastante menos éxito- permite también entusiasmar a los niños para que definan sus preferencias futboleras vía compra de objetos. Entonces se disputa así no sólo una preferencia por un club u otro sino también un mercado presente y futuro.
La otra incorporación, si puede decirse así, va por abajo. En la primera mitad de los 70, Luis Alberto Spinetta grabó con su grupo Invisible “El anillo del Capitán Beto”, en el que muchos vieron un homenaje al “Beto” Alonso, por entonces gran ídolo en Ríver, una alusión reforzada por la presencia en la consola de la nave espacial “hecha en Haedo” de un banderín rojo y blanco. Para entonces, y por mucho tiempo, que el rock tuviera algo que ver con el fútbol era una rareza y el capitán Beto uno de los tantos caprichos de la mente insondable del Flaco.
“Ir a un show de Los Redondos” –dice Sergio Marchi en su polémico y valiente El rock perdido (2005)-, ya en los 90, no más ni menos que ir a un partido de fútbol. Con los mismos trapos, las mismas luces, los mismos riesgos y, lo peor de todo, con la misma mentalidad cavernaria que hace de la violencia un condimento natural de cualquier tribuna de fútbol.” El pogo, los trapos, el deseo del público de que lo que sucede alrededor sea más importante que lo que viene del escenario –se suele decir que el “verdadero espectáculo está en las tribunas”, sobre todo cuando se habla de la hinchada de Rácing- emparentan a rockeros e hinchas. Y para muchos, las bengalas (las mismas que produjeron la tragedia de Cromañon) son una importación que llegó del fútbol de la mano de la llamada “cultura del aguante”, que consiste sucintamente en la elevación de la pasión a valor único y a la celebración del fanatismo (por una camiseta o por un conjunto de rock) como un sentimiento no sólo comprensible sino también deseable, o en el mejor de los casos pintoresco, como se ocupa de mostrar el programa “El Aguante”, que emite TyC Sports.
Entonces el escenario que rodea a este mundial, que su vez lo resume, es la de una cultura que se va ampliando y extendiendo, en la cual los ricos encuentran una forma de ligarse a su comunidad que en muchas ocasiones es un buen negocio, y los pobres algo que los represente, cuando ya nada parece hacerlo.
domingo, 29 de abril de 2007
heterodoxia
“’Si Dios nos hubiera hecho con el objeto de vernos actuar exactamente como él quiere, la creación no hubiera tenido sentido. Él nos hizo y después permaneció observándonos con curiosidad, jamás con ira’”. Por eso el señor Aghios deseaba a las mujeres del prójimo sin remordimientos.”
Italo Svevo, reciente redescubrimiento, en su Corto Viaje Sentimental, texto inconcluso que deja con ganas de más pensamientos como esto. Imaginarse a un dios incapaz de enojarse para sentirse libre es de una heterodoxia maravillosa. Es hacerse perdonar de antemano, si es que cabe el perdón. Esto me hizo acordar algo que me pasó alguna vez Alberto Díaz, que leyó nada menos que en Manuel Gálvez. Que los argentinos nunca llegarían a hacer una revolución como la rusa, porque aquí las principales devociones se las lleva la Virgen María, mientras que en Rusia siguen a Cristo, sin mediaciones. Por lo que los argentinos tienden a ser más piadosos y menos furibundos que los eslavos y esa devoción los aleja de la posibilidad de ocupar el Palacio de Invierno.
Italo Svevo, reciente redescubrimiento, en su Corto Viaje Sentimental, texto inconcluso que deja con ganas de más pensamientos como esto. Imaginarse a un dios incapaz de enojarse para sentirse libre es de una heterodoxia maravillosa. Es hacerse perdonar de antemano, si es que cabe el perdón. Esto me hizo acordar algo que me pasó alguna vez Alberto Díaz, que leyó nada menos que en Manuel Gálvez. Que los argentinos nunca llegarían a hacer una revolución como la rusa, porque aquí las principales devociones se las lleva la Virgen María, mientras que en Rusia siguen a Cristo, sin mediaciones. Por lo que los argentinos tienden a ser más piadosos y menos furibundos que los eslavos y esa devoción los aleja de la posibilidad de ocupar el Palacio de Invierno.
sábado, 7 de abril de 2007
rock
Hay una pregunta que los aniversarios de los cincuenta y los cuarenta (versión local) años del rock dejaron de lado. Tal vez porque nadie se cuestiona su propia supervivencia. No hay nada ilegítimo en que el rock cumpla medio siglo y siga concitando públicos y publicaciones. Pero sorprende que haya podido sobreponerse a una serie interminable de males (internos y externos) y seguir gozando de algo parecido a la buena salud.
Uno está en el origen mismo y es su incompatibilidad con la gramática, la sintaxis y el sentido. En Estados Unidos, allá por los 50, las letras de Oopaloopa y Tutti Fruti fueron sometidas a todo tipo de escarnio por ejercicio ilegal de la banalidad. Pero a nivel local, hemos llegado más lejos. No hay manual de expresiones correctas que haya llegado siquiera a imaginarse la expresión “menos mal que nunca la tenga” de Los salieris de Charly, de León Gieco. Se nota que está mal, pero no hay quien pueda explicar dónde reside el error.
Pero, a pesar de esta mala convivencia con la lengua –cuyo mayor ejemplo es acentuar todas las palabras mal, y volvemos a remitir a León- no existe el rock instrumental. ¿Cómo que no? Si uno dice Soft Machine (si es que alguien se acuerda de Soft Machine), enseguida te dicen. “eso es jazz”. ¿Y Zappa? La respuesta llega sin demoras: “Sin Adrian Belew, Zappa es jazz”. ¿Y Tortoise? “Soft Machine al cuadrado”, será una acotación de lo más sensata. Un nacionalista remitirá al caso Alas. Ah, no, que nadie quiera acordarse de la letra de Buenos Aires sólo es piedra no habilita para hacer trampa. Pareciera que el rock está siempre condenado a decir algo, sea lo que sea. Lo que nos lleva al tercer ladrillo en la pared.
Ahí está la cosa. A alguien se le ocurrió que no se podía usar semejante música para cantar cosas como “Love me do” o “No milk today”. Llegó la trascendencia. Cantos contra la Opresión (así en mayúsculas) como The Wall, Peter Gabriel y sus héroes africanos, Sting y sus mujeres con parto natural, las seis esposas de Rick Wakeman y Poe traducido por Alan Parsons. O esos hermosísimos y plácidos paisajes bucólicos de Genesis y de Camel, llenos de princesas, brujos y ninfas en clara anticipación de Harry Potter, héroe progresivo (de rock progresivo) si los hay. Ya no daba para cantar simples canciones de amor. El rock empezó a ser una responsabilidad. De ahí no se vuelve, apenas se retrocede, vaya como ejemplo la diatriba de café con fondo musical que se titula “Señor Cobranza”, a cargo de un comprometido, eso sí, en pijama.
En el medio estuvo el punk que dejó una costumbre destinada a perdurar: la dicción no es cosa de músicos. ¿Para qué cantar y que se entienda lo que decís? ¿Cuántas veces hay que escuchar Fasolita de los Piojos para aproximarse a algo de lo que dice la letra?
Estos son los síntomas internos. Veamos los de afuera. El primero puede llamarse síndrome de la batea confusa. Nadie pudo explicarme nunca porqué Los Auténticos Decadentes son parte del rock. Lo mismo vale para Kapanga. ¿Se imaginan a Spinetta en un videoclip con Johnny Tolengo y Guillermo Nimo? ¿No entran a la batea de tropicales porque son rubios, porque tocan guitarra eléctrica, porque compran en secreto compacts de Peter Hammill? El otro es el síndrome “La música es una sola” y allá vamos, Charly con Palito, Aznar con Borges y Julio Bocca, León con el que venga, Peter Gabriel con cualquier discriminado del planeta y Paul Simon con percusionistas de donde sea. Del casting se ocupa David Byrne ¿Para cuando una tapa de la Rolling con Los Nocheros vestidos como “Sus majestades satánicas”, con el título “Simpatía por la Luz Mala”?
No hay que pasar por alto el síndrome “recital en estadio”. Ahí vamos, horas de cola o comisión para Ticketeck. Llegamos a River, Ferro o Boca. Si vas a la tribuna o la platea no ves nada. Si vas al campo tampoco pero te hacen creer que sí. De escuchar ni hablar. La acústica no es un fenómeno que se dé a la intemperie. Resultado: lo poco que ves, lo ves en un videowall, no entendés lo que cantan y corrés el riesgo de que el pogo te arrastre, cuando no vas con novia reciente y te pide que la cargues sobre los hombros tres horas de recital. Eso sí, no entendiste ni viste nada pero salís chocho de la vida. Estuviste en un acontecimiento, te dicen y después de pasar por todo eso es mejor que te lo creas.
Entre tanto ángel, a Wim Wenders se le escapó un momento de lucidez al criticar a los videoclips porque nos imponen una imagen de un tema musical, algo que antes nos ocupábamos de resolver por nosotros mismos: Lucy, la del cielo con diamantes, tenía la cara (si es que le correspondía alguna) que le quisiéramos poner. Hoy tarareamos Thriller y se nos aparece la versión más normal de Michael Jackson de las últimas dos décadas o descubrimos muy pronto que Charly compuso Asesíname para apretarse a Celeste Cid en video, objetivo loable si los hay. Pero ya no podemos usar esos temas para fantasías privadas, sean necrofílicas o de sexo carnal.
Pese a todo esto, el rock a sus cincuenta años, aún acarreando un par de muertos previsibles y unos cuantos más heroicos (víctimas de accidentes aéreos, sobredosis y algún crimen poco claro), no parece estar en vías de extinción, muy por el contrario. Eso sí, nadie se atrevería a decir que pasa por su mejor momento. Pero, ¿acaso alguien dijo algo semejante alguna vez? ¿Hubo alguna vez una celebración de la coincidencia en el tiempo de grandes momentos creativos? Tal vez algún historiador lo haya dicho a posteriori, pero allí, en el momento mismo en que sucedían las cosas, difícil.
Un fenómeno que tiene alguna explicación posible. Lo mejor ocurrió durante el origen. Nadie compuso tan buenas canciones después de los Beatles. Nadie superó en la guitarra al genio de Jimi Hendrix. Nadie cantó con tanta intensidad como Janis Joplin. Ningún grupo fue tan sólido y coherente como los Rolling Stones. Allí se terminaron los tiempos heroicos. De allí en más no queda más remedio que decaer. Eso han sido todos estos años, decaer y decaer. Sin pausa, sin ritmo, y sabiendo que la decadencia es eterna e irremediable, y que incluso puede llegar a ser placentera. No es que todo tiempo por pasado fue mejor (aunque nadie crea en el lema spinettiano de que “mañana es mejor”), sino que es inalcanzable.
Es en esto que el rock se parece al cristianismo. En la religión todo lo sublime pasó al principio: Cristo, los apóstoles, los buenos milagros y hasta las traiciones mejor urdidas, los mejores cobardes y los más heroicos ladrones. Desde entonces, santos y papas de por medio, también no se ha hecho otra cosa que decaer, alejarse aunque no definitivamente de aquellas épocas donde un hombre podía ser hijo de Dios sin que a nadie se le moviera un pelo. Y si hay un tópico del cristianismo poco desarrollado es el del Juicio Final donde se volvería supuestamente al estado de gracia y gloria del origen. Ni el padre Farinello y menos todavía Ratzinger hablan del Juicio Final. ¿A quién le importa dejar de decaer? De allí que exista un rock cristiano, una ópera rock dedicada a Jesús y que Lennon se pusiera a competir con Cristo. Y que el Anticristo provenga también del rock, en versión seria, Alice Cooper y en la paródica, Marylin Manson. Y que no haya un rock judío, pues el judaísmo ha sostenido siempre que lo mejor está por llegar.
Peleado con la lengua, viviendo de imágenes prestadas, con ceremonias celebradas en las peores condiciones y acompañadas de textos que apenas se entienden, amenazado a cada rato con perder la pureza, con una contaminación que parece ser terminal y que se detiene en el peor de los casos en la apoplejía, el rock sobrevive porque ya no es un estilo musical, ni una cultura juvenil, ni un fenómeno generacional, sino apenas eso una religión, el modo en que hemos de decaer por los siglos de los siglos, amén.
Uno está en el origen mismo y es su incompatibilidad con la gramática, la sintaxis y el sentido. En Estados Unidos, allá por los 50, las letras de Oopaloopa y Tutti Fruti fueron sometidas a todo tipo de escarnio por ejercicio ilegal de la banalidad. Pero a nivel local, hemos llegado más lejos. No hay manual de expresiones correctas que haya llegado siquiera a imaginarse la expresión “menos mal que nunca la tenga” de Los salieris de Charly, de León Gieco. Se nota que está mal, pero no hay quien pueda explicar dónde reside el error.
Pero, a pesar de esta mala convivencia con la lengua –cuyo mayor ejemplo es acentuar todas las palabras mal, y volvemos a remitir a León- no existe el rock instrumental. ¿Cómo que no? Si uno dice Soft Machine (si es que alguien se acuerda de Soft Machine), enseguida te dicen. “eso es jazz”. ¿Y Zappa? La respuesta llega sin demoras: “Sin Adrian Belew, Zappa es jazz”. ¿Y Tortoise? “Soft Machine al cuadrado”, será una acotación de lo más sensata. Un nacionalista remitirá al caso Alas. Ah, no, que nadie quiera acordarse de la letra de Buenos Aires sólo es piedra no habilita para hacer trampa. Pareciera que el rock está siempre condenado a decir algo, sea lo que sea. Lo que nos lleva al tercer ladrillo en la pared.
Ahí está la cosa. A alguien se le ocurrió que no se podía usar semejante música para cantar cosas como “Love me do” o “No milk today”. Llegó la trascendencia. Cantos contra la Opresión (así en mayúsculas) como The Wall, Peter Gabriel y sus héroes africanos, Sting y sus mujeres con parto natural, las seis esposas de Rick Wakeman y Poe traducido por Alan Parsons. O esos hermosísimos y plácidos paisajes bucólicos de Genesis y de Camel, llenos de princesas, brujos y ninfas en clara anticipación de Harry Potter, héroe progresivo (de rock progresivo) si los hay. Ya no daba para cantar simples canciones de amor. El rock empezó a ser una responsabilidad. De ahí no se vuelve, apenas se retrocede, vaya como ejemplo la diatriba de café con fondo musical que se titula “Señor Cobranza”, a cargo de un comprometido, eso sí, en pijama.
En el medio estuvo el punk que dejó una costumbre destinada a perdurar: la dicción no es cosa de músicos. ¿Para qué cantar y que se entienda lo que decís? ¿Cuántas veces hay que escuchar Fasolita de los Piojos para aproximarse a algo de lo que dice la letra?
Estos son los síntomas internos. Veamos los de afuera. El primero puede llamarse síndrome de la batea confusa. Nadie pudo explicarme nunca porqué Los Auténticos Decadentes son parte del rock. Lo mismo vale para Kapanga. ¿Se imaginan a Spinetta en un videoclip con Johnny Tolengo y Guillermo Nimo? ¿No entran a la batea de tropicales porque son rubios, porque tocan guitarra eléctrica, porque compran en secreto compacts de Peter Hammill? El otro es el síndrome “La música es una sola” y allá vamos, Charly con Palito, Aznar con Borges y Julio Bocca, León con el que venga, Peter Gabriel con cualquier discriminado del planeta y Paul Simon con percusionistas de donde sea. Del casting se ocupa David Byrne ¿Para cuando una tapa de la Rolling con Los Nocheros vestidos como “Sus majestades satánicas”, con el título “Simpatía por la Luz Mala”?
No hay que pasar por alto el síndrome “recital en estadio”. Ahí vamos, horas de cola o comisión para Ticketeck. Llegamos a River, Ferro o Boca. Si vas a la tribuna o la platea no ves nada. Si vas al campo tampoco pero te hacen creer que sí. De escuchar ni hablar. La acústica no es un fenómeno que se dé a la intemperie. Resultado: lo poco que ves, lo ves en un videowall, no entendés lo que cantan y corrés el riesgo de que el pogo te arrastre, cuando no vas con novia reciente y te pide que la cargues sobre los hombros tres horas de recital. Eso sí, no entendiste ni viste nada pero salís chocho de la vida. Estuviste en un acontecimiento, te dicen y después de pasar por todo eso es mejor que te lo creas.
Entre tanto ángel, a Wim Wenders se le escapó un momento de lucidez al criticar a los videoclips porque nos imponen una imagen de un tema musical, algo que antes nos ocupábamos de resolver por nosotros mismos: Lucy, la del cielo con diamantes, tenía la cara (si es que le correspondía alguna) que le quisiéramos poner. Hoy tarareamos Thriller y se nos aparece la versión más normal de Michael Jackson de las últimas dos décadas o descubrimos muy pronto que Charly compuso Asesíname para apretarse a Celeste Cid en video, objetivo loable si los hay. Pero ya no podemos usar esos temas para fantasías privadas, sean necrofílicas o de sexo carnal.
Pese a todo esto, el rock a sus cincuenta años, aún acarreando un par de muertos previsibles y unos cuantos más heroicos (víctimas de accidentes aéreos, sobredosis y algún crimen poco claro), no parece estar en vías de extinción, muy por el contrario. Eso sí, nadie se atrevería a decir que pasa por su mejor momento. Pero, ¿acaso alguien dijo algo semejante alguna vez? ¿Hubo alguna vez una celebración de la coincidencia en el tiempo de grandes momentos creativos? Tal vez algún historiador lo haya dicho a posteriori, pero allí, en el momento mismo en que sucedían las cosas, difícil.
Un fenómeno que tiene alguna explicación posible. Lo mejor ocurrió durante el origen. Nadie compuso tan buenas canciones después de los Beatles. Nadie superó en la guitarra al genio de Jimi Hendrix. Nadie cantó con tanta intensidad como Janis Joplin. Ningún grupo fue tan sólido y coherente como los Rolling Stones. Allí se terminaron los tiempos heroicos. De allí en más no queda más remedio que decaer. Eso han sido todos estos años, decaer y decaer. Sin pausa, sin ritmo, y sabiendo que la decadencia es eterna e irremediable, y que incluso puede llegar a ser placentera. No es que todo tiempo por pasado fue mejor (aunque nadie crea en el lema spinettiano de que “mañana es mejor”), sino que es inalcanzable.
Es en esto que el rock se parece al cristianismo. En la religión todo lo sublime pasó al principio: Cristo, los apóstoles, los buenos milagros y hasta las traiciones mejor urdidas, los mejores cobardes y los más heroicos ladrones. Desde entonces, santos y papas de por medio, también no se ha hecho otra cosa que decaer, alejarse aunque no definitivamente de aquellas épocas donde un hombre podía ser hijo de Dios sin que a nadie se le moviera un pelo. Y si hay un tópico del cristianismo poco desarrollado es el del Juicio Final donde se volvería supuestamente al estado de gracia y gloria del origen. Ni el padre Farinello y menos todavía Ratzinger hablan del Juicio Final. ¿A quién le importa dejar de decaer? De allí que exista un rock cristiano, una ópera rock dedicada a Jesús y que Lennon se pusiera a competir con Cristo. Y que el Anticristo provenga también del rock, en versión seria, Alice Cooper y en la paródica, Marylin Manson. Y que no haya un rock judío, pues el judaísmo ha sostenido siempre que lo mejor está por llegar.
Peleado con la lengua, viviendo de imágenes prestadas, con ceremonias celebradas en las peores condiciones y acompañadas de textos que apenas se entienden, amenazado a cada rato con perder la pureza, con una contaminación que parece ser terminal y que se detiene en el peor de los casos en la apoplejía, el rock sobrevive porque ya no es un estilo musical, ni una cultura juvenil, ni un fenómeno generacional, sino apenas eso una religión, el modo en que hemos de decaer por los siglos de los siglos, amén.
clases bajas
Un poco más de la tele: hace unos años viene copando la tele la clase media baja (sociología un tanto imprecisa), que se define por saberse debajo de alguien (que no es superior) al que siempre le está oliendo el culo. Abajo saben que hay otros, pero que no le huelen el culo sino que significan una amenaza. (Remito al que le interese a leer la página final de 1280 almas de Jim Thompson y su tesis de porqué los perros se huelen el culo unos a otros –la respuesta es que alguna vez todos dejaron el ojete en un lugar, hubo una tormenta y los desparramó. De allí que anden con un ojete ajeno y huelan buscando el propio). Bueno, esta gente anda por el mundo con el ojete subvalorado. Tal vez esto explique tanto humor escatológico. Pero lo que los define es una relación con el lenguaje que tiene que ver con lo diarreico, por un lado: toda metáfora es expansible y alcanza para explicarlo todo. Ejemplo claro: Bazán en Canal 13 sobre las inundaciones; “la situación hizo salir a flote lo mejor y lo peor de cada uno”. La otra parte de la relación tiene que ver con el estreñimiento: las palabras sólo van en una dirección así que el lenguaje sólo puede ser claro. Las palabras son la cosa que nombran: un gato es una prostituta y ya no un felino y menos todavía las dos cosas al mismo tiempo. Es decir que la lengua no tiene otro destino que la felicidad, o sea la comunicación absoluta. De allí el odio militante por la literatura, un enemigo menor en términos cuantitativos, pero al que le pegan tupido igual que a lo que llaman “intelectuales” que se definen porque viven en relación con los libros y usan el lenguaje de modo ambiguo.
jueves, 5 de abril de 2007
debut
Primer día de bloguista. Sigo impresionado con lo de Keith Richards y su padre aspirado. Hace rato que no me encontraba con algo sobre lo que no se puede decir nada.
2) Miseria de los medios: mostrar los episodios de locura de Charly, en los que se ve que sufre, porque lo único que pueden agregar es un qué barbaridad. O un hipócrita ¿qué ha quedado de ese músico talentoso...
2) Miseria de los medios: mostrar los episodios de locura de Charly, en los que se ve que sufre, porque lo único que pueden agregar es un qué barbaridad. O un hipócrita ¿qué ha quedado de ese músico talentoso...
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